El de Navidad es el día de las fiambreras. El de Año Nuevo, el de los vidrios rotos. Y el de Reyes el de los envoltorios de papel tan cuidadadosamente preparados como inmisericordemente rasgados y apilados en los contenedores. Junto con algún resto de regalos que se han tirado para hacer hueco a los nuevos, dentro de esa ceremonia del cortoplacismo que envuelve la ilusión de los más pequeños. Ingente cantidad de regalos, que una vez desprecintados nunca volverán a ser los mismos y que irán perdiendo piezas conforme pasen los días, mientras los progenitores recuerdan la enorme perdurabilidad de los de su juventud. En un tiempo en el que recordar la EGB está de moda, se exhuma la nomenclatura de entonces. Vicma, Toyse, Santi Rico, Geyper, Jesmar o Famosa. Y es que lo que se fabricaba en Ibi, Onil o Biar tenía más fiabilidad que lo que viene en ingentes contenedores desde el otro lado del océano.

Jornadas como las de ayer empiezan más tarde. Las calles tienen una tregua mientras los niños se despiertan, abren las cajas, toquetean, montan y desmotan y se hacen los remolones ante el aseo personal porque están demasiado ocupados echando las primeras partidas electrónicas. Unos tardarán más en bajar que otros. «Patricia ha estrenado la licuadora haciéndonos un zumo de zanahoria y manzana». Los discípulos de Masterchef rivalizan en sedentarismo con los del ingenio electrónico, que hace mucho tiempo que dejó de ser de Atari.

Bajan antes los que ponen a prueba los brutos mecánicos. «¡No puedes camblar tantas marchas a la vez!», le espeta un padre a su hija, que afronta por primera vez las exigencias de las nuevas palancas en el velocípedo. La consecuencia es que se ha salido la cadena y el progenitor empieza la mañana con manchas de grasa en los dedos. Los cascos lucen tan relucientes como los nuevos patines. El banco de pruebas se traslada al viejo cauce, donde rivalizan con los patinetes y los barcos a control remoto. Ingenios algunos de los cuales acabarán en el trastero dentro de poco tiempo a la espera tiempos mejores.

Cada fiesta de la quincena navideña tiene sus imágenes. Y sus sonidos. La jornada de ayer sí que se parece, en este sentido, al 25 de diciembre: el sonido de los telefonillos. De casa de los tíos y de los abuelos, donde los reyes «han dejado más cosas». Y de las que los más pequeños salen sosteniendo más cajas y más sonrisas. Sonrisas que se helaron por la tarde cuando los progenitores recordaban los deberes escolares que quedan por hacer y que hay que rematar, a la mata caballo, antes de regresar mañana a las aulas. Entre enormes colas en las pastelerías de turno y la última gran comilona, el calendario recupera la normalidad. Aunque embalar y subir al altillo el árbol da una pereza infinita.