La cabalgata del bautizo de San Vicente, puesta sobre el asfalto de las calles de Valencia, transcurre entre la mirada sorprendida de los visitantes que y la fotografían sin saber de qué va la procesión de personajes de época y la abuela que les dice a los niños: «mirar: y ahí dentro, en ese coche de caballos, va el niño que van a bautizar». Es una fiesta sencillita, pero que habría que explicar un poco más. Los que desfilaban por el centro de la ciudad representan a los «peces gordos» de la ciudad en 1350 que honraban al niño de En Guillem Ferrer quien, además de tener una avenida en el camino de Tránsitos, es el padre de San Vicente Ferrer. Quien tal día como ayer en ese año recibió las aguas. El altar de la Pila recrea ese hecho bautizando un niño elegido por el párroco de San Esteban.

Una mañana de chaqués, cocheros con chistera y caramelos en una calle de la Paz vacía en algunos sitios y llena en la plaza de la Reina que propició este desfile corto y rápido en el que una nube de fotógrafos se posa en el personaje más llamativo, la virreina, la fallera mayor de Valencia del año anterior (Estefanía López en este caso). Detrás, en el coche de caballos, el pequeño Diego Vicente, que llegó a la iglesia profundamente dormido. Entró y abrió los ojos como platos. Los padres, abrumados de felicidad, no tuvieron una ceremonia íntima, pues la iglesia estaba abarrotada. A cambio protagonizaron un acontecimiento muy especial. Habló el cardenal Cañizares del martirio y los padres sufrieron el suyo cuando al chiquilín, en pleno parlamento, le dio un ataque de lloros. Luego aguantó con entereza la administración del sacramento. Cuando sea mayor le podrán contar lo especial y singular que fue su primer día como cristiano.