Vicente Blasco Ibáñez sigue siendo el gran desconocido. Ojalá la Real Academia de la Lengua, algún día, viva una necesaria metamorfosis, evacuando la carcoma. Y voces fuertes, independientes, tal vez Pérez Reverte, logren alzarse para hacer justicia con el valenciano universal. Mientras esperamos peras del olmo, el alcalde de Valencia, Joan Ribó, lleva meses impulsando los actos del ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Blasco Ibáñez. Recuerdo el día que hablé con Ribó sobre mi libro Tiempo de valientes (Planeta, 2012), única novela escrita sobre el autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Quedé gratamente sorprendido por la arrolladora vehemencia con la que el primer edil expresó la iniciativa municipal, en justa memoria del fervoroso defensor del espíritu de la República. Blasco Ibáñez nació el 27 de enero de 1867, en el número 8 de la calle Jabonería Nueva, esquina con la de los Ángeles, cerca de la iglesia de los Santos Juanes. En Arroz y tartana hace referencia al barrio en el que creció. No muy lejos, en la calle Don Juan de Austria, fundó el periódico El Pueblo, azote del caciquismo local, la monarquía y la Iglesia Católica.

Joan Ribó, al que en el hotel Ritz de Madrid le oí decir que no es nacionalista, ha roto esquemas con su llegada a la alcaldía de la capital del Turia. Decisiones polémicas acompañan al primer año de legislatura del tripartito, forma de gobierno que es preciso engrasar cada día para que no chirríe. Aunar voluntades, más a tres bandas, nunca ha sido ejercicio sencillo. Empero Ribó, que sabe de fórmulas químicas, lleva con prestancia el bastón del poder aunque, por convicción, le sea irremediable abanderar actuaciones que, para ciertos sectores ciudadanos, puedan considerarse estrambóticas. Las nuevas formas de la política municipal. Es lo que hay, me aseguró recientemente una colaboradora de Ribó, a la que intenté hacer una reflexión, sin éxito. Reflexión desde la experiencia y más encuadrada en la inteligencia emocional que en la estrategia política de gestión. Sigo flipando.

El alcalde es apasionado, de fuertes convicciones, al igual que Vicente Blasco Ibáñez. Características personales muy valiosas, cuando son certeramente canalizadas y con el adecuado arropo. Esther Tarín es a Ribó lo que el fiel José Franch era para Blasco. Eso sí, la directora de la alcaldía procede del movimiento ciudadano y no de las letras. El insigne escritor era transgresor, defensor de los más débiles, estela compartida por Ribó. En cuanto llegó al palacio consistorial ordenó que abrieran las puertas a la ciudadanía, gesto que honra a quien representa a la administración más próxima. Proximidad que debería entenderse como la praxis de un todo, sin sesgo en la escala de valores de la diversidad de colectivos que integran la epidermis de la ciudad. El alcalde, en este caso, lo es del conjunto de los valencianos, desde el contribuyente de a pie hasta el empresario más entronizado. Normalidad, ni más ni menos. Don Vicente salió por piernas de Valencia y regresó escoltado por la Armada Española, metido en un ataúd. El alcalde Ribó desea devolver a Blasco Ibáñez el brillo que jamás debió perder y que le fue hurtado a lo largo de décadas en este país del resabio y la envidia. El escritor Javier Sierra, autor de «best sellers», me confesó que en los Estados Unidos había descubierto la grandeza del genial escritor valenciano, considerado en aquella nación un héroe en la lucha por las libertades. Yo le recordé a Sierra que en 1920 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad George Washington. El rector, William Miller, pronunció unas históricas palabras: «Habéis esgrimido una pluma mucho más poderosa que diez mil espadas». Ahora, con Ribó, Blasco vuelve a ser profeta en su tierra, Valencia, a la que hizo universal.