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Low cost

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La sentencia por la que el Juzgado de lo Contencioso Administrativo número 6 anulaba las resoluciones municipales que clausuraban los apartamentos turísticos en València ha abierto un debate sobre la sentencia misma y sus consecuencias, así como sobre el propio concepto de «low cost». De entrada, he de confesar que nunca me ha gustado ese término, ya que su acepción literal, «bajo coste», ha sido acuñada por empresas de beneficio fácil y rápido, lo que en países postindustriales capitalistas suele traducirse en bajos salarios y condiciones precarias de todo tipo, con negocios que abarcan desde compañías aéreas a cadenas de hoteles. En unas sociedades neoliberales como las nuestras, donde sólo prima el individualismo, no es de extrañar que estas empresas hayan prosperado, ya que, al apelar exclusivamente al cortoplacismo de nuestros bolsillos, se asientan por encima de la seguridad, la comodidad o la calidad, según sea el negocio ofertado. Pueden moverse únicamente en un capitalismo voraz, como ocurre en la aviación comercial. Resulta paradójico que a veces, resulte más barato volar a una capital europea que ir a una ciudad española en tren. Pero curioso es también que poc@s se pregunten en que gastos se recorta para tener esas ofertas, máxime cuando el precio del combustible no sufre altibajos tan grandes que lo justifiquen. La obligación de reducir el equipaje a mínimos impensables, o convertir los embarques en verdaderas carreras, son algunas de sus consecuencias. Tal vez, aquella idea del polémico propietario de una compañía líder del bajo coste, en la que l@s viajeros de los vuelos regionales fueran de pie, lo explique todo. Pero este mundo de ventajas al alcance de cualquiera se complica cuando el disfrute de un@s supone el calvario para otr@s, siendo eso lo que suponen muchos apartamentos turísticos diseminados por ciudades españolas. Estos pisos suelen estar ocupados en su mayoría por europeos, con estancias inferiores a dos semanas, cuya diversión se basa en la ingesta de alcohol (como mínimo), generando altos niveles de ruido y enfrentamientos con el vecindario. En algunos casos denunciados en València, el impacto ambiental ha sido tan grave que ha obligado a algunas familias a tener que mudarse. Fue Barcelona la primera en dar la señal de alarma ante la proliferación de este negocio en la ciudad condal, convirtiendo algunos barrios en auténticos infiernos por culpa de estos apartamentos y la falta de unos mínimos de sensibilidad de las empresas que los regentan. En la Barceloneta llegó a haber hasta 8.000 pisos sin licencia municipal, hasta que la movilización vecinal puso fin a este llamado turismo de borrachera. Según denunciaba Esquerra Unida, en València existen 2.600 apartamentos turísticos en funcionamiento solo en Ciutat Vella, con calles donde una de cada cinco viviendas se dedica ya a esta actividad, en muchos casos ilegal, recogiéndose en solo seis meses medio centenar de denuncias. Por eso al ayuntamiento no le queda otra que recurrir la sentencia para atajar rápido un problema, que se le puede escapar de las manos, con el consiguiente efecto para l@s vecin@s, y también porque no decirlo, para la imagen de València.

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