Que la carne de Cristo es verdaderamente comida y su sangre verdaderamente bebida, bajo los accidentes del pan y del vino, es lo que celebramos los católicos en la festividad del Corpus. Una «conversión misteriosa por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo que la Iglesia continúa haciendo en memoria de Él», según enseña el catecismo (1350).

En realidad es una fiesta que responde a la institución de la Eucaristía y que la primitiva Iglesia celebraba el día del Jueves Santo con la liturgia de la Última Cena. Pero al no poder acompañarse con manifestaciones de alegría, ya que formaba parte de la denomina entonces Semana Grande en la que toda ella se hacía memoria de la pasión del Señor, es por lo que en 1263 el papa Urbano IV estableció este Corpus fijando su celebración el jueves siguiente a la octava de Pentecostés (en la actualidad, el domingo siguiente). Y alcanzó tal auge, que fue considerada la más importante de la cristiandad tras la Navidad y Pascua de Resurrección. Pero añadido un nuevo elemento: la procesión de la Sagrada Forma. Al principio solo por el interior de las iglesias; luego saliendo al exterior. Y en nuestra ciudad, que fue de las primeras del mundo en discurrir por las calles, en el año 1355 por acuerdo entre el cabildo catedralicio y los jurados de la ciudad; convirtiéndose en una de las más bellas hasta el punto de contar con la presencia de reyes, como Carlos V, Felipe II, Felipe III, Isabel II y Alfonso XIII.

Yo comprendo las razones teológicas, éticas y humanas que movieron al episcopado español en 1960 a instituir el Día Nacional de Caridad fusionado con la fiesta del Corpus. Porque «adorar a Dios humanado significa ir al encuentro de los más pobres para socorrerles», según el mensaje de entonces; y porque «la Eucaristía es el gran sacramento de la compasión de Dios» según el de este año. Sin embargo, se corre el riesgo de que en las homilías de esta fiesta se haga más hincapié en la necesidad de contribuir generosamente en la colecta dispuesta en todas las celebraciones eucarísticas, que de mover a los fieles a la adoración del mayor de los sacramentos por contener la presencia real de Cristo. Lo que es importante hacer presente en la época de desacralización que vivimos donde la Eucaristía, en la práctica de muchos fieles, parece haber perdido su divina realidad para quedar reducida a un mero signo de confraternidad o comunión de ideas.

Y no es que niegue la urgencia de recaudar dinero para aliviar la situación de los más desfavorecidos de la sociedad; pero es que la gente, religiosa o agnóstica, ya tiene clara conciencia de ello y no escatima su aportación. Sin embargo, para un católico lo que resulta imprescindible es no olvidar que «en la Eucaristía se contiene todo su bien espiritual; es decir, a Cristo mismo presente en este sacramento». Como recordaba San Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucaristía (2003) sobre el culto al Corpus Christi, movido por esta preocupación. Y conviene lo haga presente con frecuencia la Iglesia, especialmente cada año en esta festividad.