Primero, de forma moderada; después, aumentando el flujo moderadamente y ya, con las primeras sombras de la noche, a chorro. Así llegaron y así se asentaron decenas de miles de personas en las arenas de la fachada marítima de Valencia para celebrar San Juan, el solsticio o nada. Simplemente, el hecho de reunirse para jugar, bañarse, comer, beber, volver a beber, pasar un día tranquilo en familia o tener una bronca y todos pasar la tarde-noche-madrugada en la arena de la playa, con todos los predicamentos a favor. Fue el día de las bolsas de plástico y de rattán. De marcas blancas y botellas de plástico. De barras de pan y vino con mezcla. De tranquilas noches en familia en un escenario poco habitual para ello o de una borrachera entre semana.

A medio camino entre lo indómito y lo cutre, entre lo apacible y lo desenfrenado, la noche del 23 al 24 en las playas de Valencia es una fiesta que apareció porque sí (como Halloween) y que parece haber llegado para quedarse. Para los moderados, una fiesta que se acaba cerca de la medianoche tras cenar y dar supuestos saltos de olas para conseguir supuestos beneficios mágicos. Para los que se comen el mundo, un maxi-botellón autorizado donde la sofisticación crece con el paso de los años. Las banderas azules de las dos playas convivían ayer con las de grupos organizados, ya fueran señuelos para encontrarse o banderas de algún país latinoamericano o de algún equipo de fútbol de ese lado del hemisferio sur. E igual había mesas con manteles de punto y señoras mayores jugando al parchís que grandes rectángulos de cartón a extender cual esterilla improvisada en aras de evitar el contacto, inevitable, con la arena.

Anoche se permitía todo en un recinto acotado por vallas y cinta plástica de Secopsa. Una separación entre bañistas con sombrilla y bañistas con nevera y leña. De la misma manera que en Pinedo se separa ahora a los dueños de canes del resto de consumidores de playa. En esa ancha faja de playa ayer también había permisividad para los canes, que se adentraron en las arenas sin demasiados problemas. En este particular valetudo festero, el listón se sube si hay ganas: primero se encendió una hoguera, pero la comida se llevaba en fiambrera. Luego se trajo la parrilla y se cocinaba in situ, aún con el riesgo de volcar y que el churrasco se llenara de arena. Y la sofisticación mayor ya es llevar la barbacoa de carbón y elaborar los manjares como si se estuviera en la parte trasera del chalet.

La venta de lateros tenía que sortear la amplia presencia policial. Sólo actuaban con tranquilidad los vendedores de mazorcas, muy propias de la zona y la época del año, con tarifa plana para todos los vendedores ambulantes „sin carteles de manipulación de alimentos a la vista„ de un euro y medio, que tiene un pase. Mucho más que el sablazo de dos euros por botella de agua fresca para aquel que no hubiese cargado con ella.

Resulta curioso, pero si la ciudad tiende a alinearse de abajo a arriba „del Grao hacia la Malva-rosa„, las mareas humanas iban de arriba a abajo. Tanto que, por ejemplo, el grupo más numeroso, formado por tres escuelas de español para extranjeros „identificados para poder consumir por brazaletes„ optó por acampar cerca del hotel las Arenas. «Nos hemos bajado porque allí, el año pasado, las cosas se pusieron muy mal. Mucho borracho, peleas... aquí estamos mejor». Así se lo tuvieron que explicar también a la policía montada en quad, que fue a preguntar qué era esa concentración de más de cien personas, con su barra y sus bafles particulares. «Da la sensación de que incluso hay menos gente que el año pasado. Afortunadamente, todo va sin novedad» decía la concejal Sandra Gómez ya al filo de la medianoche.

La Policía Local no jugaba de farol cuando se anunciaba que se evitaría la entrada de madera con clavos. Parejas de policías hacían parar a aquellos que, en lugar de troncos, llevaban tablas. Sin inmutarse rompían precintos y no fueron pocos los obligados a deshacerse de sus listones. Otros optaron por buscar leña en las gasolineras. En las horas previas se había repartido leña de poda, donde los primeros de la fila se llevaban troncos de tamaño medio y quedaba para lo último grandes piezas que ni con toneladas de papel arderían con gracia.

La fiesta de San Juan, o de lo que sea, se ha convertido también en un particular reto para los servicios municipales, que parecen rivalizar en eficiencia. Los empleados de Secopsa ya sudaban a última hora de la tarde retirando con rapidez las vallas y las lascas de madera del reparto de leña. Todavía les quedaba, de madrugada, la limpieza a fondo de las arenas. La Policía Local, ya queda dicho, ayudando a controlar desmanes y excesos y si no estaba la Cruz Roja para lo inevitable. Los voluntarios igual eran de Protección Civil que repartidores de incentivos: si devuelves residuos, te puede tocar una bicicleta. Aún bien entrada la noche quedaba espacio para aparcar en la explanada del final de Doctor Lluch, donde los gorrillas también hacían el agosto. La ciudad se había blindado en dirección este para no colapsarse.