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El bulevar de los pantalones cortos

El bulevar de los pantalones cortos

Ya no tenía edad para travesuras pero seguía siendo travieso. Le costaba algún que otro disgusto pero no lo podía evitar. Sería algo así como la fábula de la rana y el escorpión. Cuando sacaba dinero de un cajero elegía el idioma portugués. Si le gustaba un restaurante o un hotel nunca escribía una crítica positiva. Al mandar correos electrónicos escribía alguna palabra descontextualizada que volviera locos a los servicios secretos que nos espían. Si le hacían una encuesta mentía como un bellaco, mareando a los 'big data'.

El bulevar de los pantalones cortos arranca en las Torres de Serrano. Sigue por Navellos, Plaza de la Virgen, Plaza de la Reina, San Vicente y a partir de ahí dos rutas, la de María Cristina hasta el Mercado Central o la de la Plaza del Ayuntamiento hasta la estación del Norte. Hordas de personas en pantalón corto suben y bajan por el bulevar. Miran a derecha e izquierda, hacen fotos, consultan mapas, se palpan la riñonera o apoyan el codo en el bolso pequeño que llevan cruzado para constatar que no les han robado. Bajan de autobuses que no se sabe de dónde vienen. Les reconforta ver las mismas franquicias que en sus ciudades de origen. Compran agua fresca y se toman un helado. En las soleadas terrazas mantienen el color rojo gamba. Son turistas de pantalón corto.

Entreverados por Ruzafa, Benimaclet, avenida del Puerto, Carmen y muchos otros barrios hay grupitos de jóvenes con maletas de ruedas que miran el GPS de sus móviles. Llevan sombreros de paja y discuten entre ellos la ruta correcta. Son la generación «airbnb». Gastan sus ahorros, acuden a la llamada de la Valencia abierta y callejera, sueñan con quedarse a vivir, hablarán siempre bien de nosotros. Alquilan apartamentos a personas que tienen dificultades para acabar el mes. ¡Cuánto bien ha hecho airbnb a esas madres que habían perdido la pista de sus hijos e hijas! Vuelven a casa y no solo por navidad, vuelven cuando pueden alquilar la casa.

Cuando se llenan de lenguas extrañas los bares que nos gustan y nos cobran más de lo habitual, tenemos que tacharlos de la lista de los deseos. Salen en alguna guía, los recomienda algún exitoso blog o están muy valorados en tripadvisor y mueren de éxito. Van perdiendo el encanto local y se trastornan. Pierden quietud y serenidad, creen que nos hacen el favor de estar y nosotros dejamos de ir.

Los viajes de los de pantalón corto o los de sombrero de paja son fenómenos fáciles de entender. Lo que requiere alguna explicación es por qué en un bar normal de una pequeña travesía de Eduardo Boscá hay, un domingo a las siete de la tarde, un centenar de chinos elegantes cenando.

Salir de la adolescencia era cambiar el pantalón corto por el largo. Lo hicieron todos los de cuarto de bachiller menos Paco. Desde entonces a Paco le llamaron «pantaló curt». Cuando llegó lo nuevo llegó el imperio del pantalón corto. Adolescentes que imitaban a jóvenes con barba incipiente se helaban en invierno con sus pantalones cortos. Hacían tiempo hasta el verano. Cincuentones panzudos se dejaban caer por H&M y por unos pocos euros salían ufanos con sus pantalones cortos. Era ya otro país con otras costumbres.

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