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Mear y echar gota

Mear y echar gota

Tras una fachada anodina en un pueblo anodino se ocultaba una casa que transmitía bienestar. Los anfitriones, con contenido orgullo, abrían puertas que escondían amplias estancias; bien decoradas, vividas, seductoras, nada presuntuosas. Cada detalle tenía un meditado espacio, cada objeto llamaba un recuerdo. Ella, esforzada en perseguir a los varones de la casa para que subieran y bajaran tapas de inodoros, miró con envidia el urinario vertical. Solución sencilla a problema complejo.

Las ciudades receptoras de turistas tienen un serio problema para gestionar los deseos miccionales de sus visitantes. Por defecto o por exceso pero casi nunca se acierta. De la visita del Papa del 2006 siempre nos quedará el recuerdo de los siete mil urinarios que se arrendaron para atender a los dos millones de visitantes que nunca llegaron. Hubo una época en que en las esquinas de los barrios del centro alguien esparcía azufre para ahuyentar a los perros meones, también valía para los borrachos de la última copa en el último bar. Ahora es una práctica ilegal por la toxicidad de los gases, que perjudica a los seres vivos; humanos y de los otros.

Algunos propietarios de bares, hartos de que se les llenaran los servicios de usuarios no consumidores, mostraban carteles que alertaban de que su uso era exclusivo para su clientela. Otros mantenían el retrete cerrado con llave. La colgaban de un clavo con un cordel y en un llavero de madera escribían, bien grande, lo de WC. Se pedía tímidamente la llave y, tras la aprobación del propietario, llegaba el desahogo.

En algunos países de nuestro entorno hay personas específicamente dedicadas al mantenimiento, aseo y limpieza de los inodoros. En Bélgica o Francia les llaman «Madame Pipí». Perciben una propinilla o un precio tasado por ejecutar tan ingratas tareas. La evolución ha hecho que algunas ciudades apuesten por el uso «de pago» de los servicios públicos. Instalan nuevos cachivaches que entorpecen, aún más, el tránsito de los vecinos. En la estación del Norte son de pago. Cobran sesenta céntimos pero los mantienen como los chorros del oro.

Sofisticación es la que se avecina. Una empresa valenciana ha construido un prototipo de urinario hipermoderno que lava y seca el pene en pocos segundos. Cuando el usuario ha terminado de utilizarlo, los sensores lo detectan y ponen en marcha una cortina de agua enjabonada, con temperatura graduable, que en solo tres segundos limpia el pene del meón. Al terminar esa fase otro sensor activa el secado que funciona como un secador de manos. Hay que esperar a que se comercialice.

Era bajito pero solo echaba de menos esos centímetros que le faltaban al ir a orinar a algunos bares. Imaginaba a gigantes maestros de obra señalando un punto en la pared donde atornillar el urinario. Mear de puntillas es un ejercicio complicado. Una mano comprometida en la actividad emprendida y la otra apoyada en la pared para no perder el equilibrio. Eso y que los grifos del lavabo tengan presión desaforada son los riesgos más grandes que se afronta para evitar un «Mr. Bean»; cómico inglés, que en una de sus películas, se las veía y deseaba para poder secar la delatora gotita, inocultable a aviesas miradas, en pleno bajo vientre, con un secador de manos de los que sale aire caliente.

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