­«Hay gente que viene, se sienta y se pone a leer. Pocos sitios hay mejores porque el silencio y la paz es total». Pero no es necesario traer un libro. Basta con pasear por las hileras de tumbas del Cementerio General para recibir una lección de vida. Si no hay una mínima conciencia de transmitir la experiencia, la vida de un ser humano, sus historias, aventuras y desventuras corren el riesgo de perderse en apenas tres generaciones de distancia. ¿Cuánto sabe de verdad una persona de 40 años de sus bisabuelos? La historia se desmemoria, impresiona y entristece. Sobre todo, cuando se ven las lápidas en las que afligidos familiares pusieron en su momento que «no te olvidan». Pero alguna generación acabó por olvidarse y la lápida acaba por destruirse en el descuido.

A veces, una semilla entra por detrás del cristal, germina y tapa completamente los últimos datos que quedan, el nombre, el apellido, la fecha en que una madre le alumbró y otra en la que exhaló su último aliento, al que seguirían después el de sus hijos o sus nietos.

Las tendencias cambian según las épocas. La expresión «no te olvidan» es el latiguillo funerario por excelencia. Pero no siempre. Las lápidas más antiguas, las que hay nada más entrar, son verdaderas biografías. Muchos son personajes ilustres y se narran oficios y condecoraciones. Y aunque la muerte era una compañera más habitual que ahora, el dolor no dejaba de existir. El Romanticismo era eso. «Bella, candorosa, amable, modesta. Arrebatada en la flor de su edad al cariño de sus padres, que lloran inconsolables». No debió morir Florencia Vila en 1841 con tan sólo 20 años. Seguramente, una tuberculosis, un tifus o cualquier enfermedad que ahora ya ni existe debió acabar con su vida.

El amor hacia un hijo es tan fuerte como hacia una compañera. Y aunque doña Mariana Teruel falleciera con 61 años, don Jaime Bernad nunca la olvidó. Se reunieron en 1907, cuando él ya tenía 87 años y el sobrino de ambos cumplió con su promesa de unirlos en un mismo nicho. «¡Dios te guarde, prenda amada. El que nunca te ha olvidado viene a gozar a tu lado la eternidad deseada». Cien años después, el amor también se expresa. En esta ocasión, de mujer a hombre. «Si mis manos no pueden tocarte, que te acaricien mis palabras. Que te abracen mis pensamientos. Y yo, cada noche, te besaré en mis sueños».

Son interminables las historias. En la época de la Guerra Civil, los vencedores también enterraron a sus muertos con sus particulares tragedias, como los abogados Mir, padre e hijo, de 66 y 28 años, «vilmente asesinados por la horda roja» el 9 de diciembre de 1936. O las hermanas Chabás Bordehore, caídas «por Dios y por España en la Cruz de Benicalap». Los perdedores yacen en una fosa común, la del ya conocido sector 7, a la espera de su total rehabilitación. Muertes, unas y otras, seguro que innecesarias.

Cualquier rincón tiene una historia. Y a veces trascienden el amor familiar. Sorprende una lápida con el escudo de Valencia. Y lees el homenaje del ayuntamiento a José Manuel, un guarda de parques y jardines «muerto en cumplimiento del deber». La hemeroteca entonces recuerda al guarda del Jardín de Ayora, absurdamente asesinado por un motorista al que había recriminado su entrada en el parque. Las autoridades ciudadanas y hasta el presidente del Consell, Josep Lluis Albinyana, le acompañaron en el entierro, en noviembre de 1979.

Seguramente, nada causa más dolor que perder un niño. Afortunadamente, los avances médicos han permitido reducir drásticamente el desfile de ataúdes blancos. En la zona «neutra» hay un espacio dedicado a enterramientos infantiles que da verdadero escalofrío. Pequeñines que nacieron y murieron el mismo día. De algunos incluso se cuentan las horas que vivieron. Y muy en la tradición victoriana, algunos nichos incluyen una foto del chiquitín de cuerpo presente. «Aquí yace el niño que debió llamarse Francisco Pérez Gorgues». Allí están los «ángeles», que así se les vestía en el féretro. Reginita, Pepito, Alfredito, Salvadorín, Leoncín, Manolín... otros no tienen ni nombre: «el hijo de Antonio y Ana», una costumbre, la del niño sin nombre, que incluso se mantiene en enterramientos de los años ochenta.

En cualquier rincón aparece un niño. «Su ángel de la guarda veló con tal celo que al ver a Pepito tan dulce y tan bueno no quiso que el mundo con pecado feo manchase su almita blanca cual lucero. Lo envolvió en sus alas y en un raudo vuelo dejaron la tierra y fuéronse al cielo». Pepito tendría ahora 63 años.

Cambian tiempos y modas. En enterramientos antiguos están Diodoro, Emérita, Elpidia, Práxedes, y Apolonia. Cuestión social es el duelo por «doña Manuela Borras Borrás Berenguer de Entenza y Garcés de Marcilla, viuda de don Joaquín Herranz y Aguilera, señor territorial que fue de la villa de Valvadera».

En el presente, el amor por el recuerdo cambia, si se quiere, la forma, pero no el fondo. «Siempre dimos toda la libertad. Confiamos en tí y por eso te queremos». «Aunque no esté presente, siempre estaré en la mente». Y así deberían continuar dentro de doscientos años.