La fulminante muerte de la senadora Rita Barberá ha devenido en un coro de fariseísmo que tuvo su culmen el mismo miércoles, pocas horas después de que se conociera el óbito, en el Congreso de los Diputados y el Senado: en ambas cámaras se guardó el minuto de silencio con diputados y senadores puestos en pie. En el Congreso, los de Unidos Podemos se ausentaron: declinaron participar en el impostado duelo. Pero ha sido en el PP donde el fallecimiento de la exalcaldesa de Valencia ha originado una catarata de despropósitos que, cómo no, ha tenido en Rafael Hernando, portavoz popular en el Congreso, su más depurada expresión, al decir que la muerte de Rita Barberá debería hacer reflexionar a los medios de comunicación, a los periodistas, por la saña con la que han actuado. Parecidas declaraciones se han podido escuchar del expresidente del Congreso Jesús Posada, quien lamentó la «cacería» que se desató en su contra. Otros dirigentes del PP, en especial los valencianos, loaban a la exalcaldesa y hasta Mariano Rajoy, en una dolorida declaración, dijo de ella que lo dio todo por Valencia, además de dar a conocer que recientemente había hablado con ella.

Manifestar que la inopinada muerte de una persona a la que se conoce, impacta resulta ocioso, pero más allá de ello está lo que ha sido y lo que ha representado Rita Barberá; la situación en la que se encontraba, con una instrucción penal en el Tribunal Supremo dada su condición de aforada. Es contando con ello, cuando el fariseismo con la que se ha acogido la noticia de su muerte se hace evidente. Barberá fue obligada a abandonar el PP. Se resistió hasta donde le fue posible. Tuvo que claudicar, porque o se iba o se la expulsaba. Aposentada en el Grupo Mixto del Senado, el vacío con el que la trataron sus compañeros de partido ha sido sonrojante: incluso evitaban mirarla. En la apertura de la legislatura, la situación se hizo insostenible para Barberá: abandonada, deambulando solitaria por el Congreso de los Diputados, se la vio demandar un saludo al exministro de Exteriores, García Margallo, que, fugazmente, se acercó a ella para de inmediato alejarse pretextando no se sabe qué. Pablo Casado, vicesecretario de Comunicación del PP, fue explícito al preguntarle qué tenía que decir sobre la declaración de la exalcaldesa y senadora en el Tribunal Supremo. Su lacónica respuesta fue que Barberá ya no era afiliada al PP, que por lo tanto el asunto no les concernía.

Entonces, ¿a qué vienen algunos de los aspavientos verbales que el miércoles pudimos escuchar, empezando por los desabridos de Rafael Hernando? También hay que preguntarse, sin que ello suponga obviar la sacudida que ha supuesto su fallecimiento, si el Congreso de los Diputados estaba concernido por Rita Barberá hasta el extremo de tener que homenajearla guardando un minuto de silencio. Al ser senadora puede que debiera hacerlo la cámara en la que tomaba asiento, pero un reconocimiento del Congreso es extemporáneo.

La humana conmoción desatada en el PP al saberse de su muerte es comprensible, lógica, pero no lo es que el elogio fúnebre se haya desatado incontenible. Si tantos y tan relevantes servicios prestó a su ciudad, Valencia, si tanta y sobresaliente ha sido la contribución que ha rendido al PP, cómo entender el comportamiento que el partido y sus dirigentes han tenido hacia ella. Recordemos que Rafael Hernando, que hoy emplaza a los periodistas a hacer examen de conciencia, fue de los que ayer recomendaba a Rita Barberá desaparecer de la escena política, al igual que Maíllo, Levy, Casado y una abultada nómina de dirigentes y cargos públicos del PP, que insistentemente pedían a la senadora que se eclipsara.

Por lo tanto, hablar de biografía ejemplar, más allá de los asuntos que ha dejado pendientes, es el consabido ejercicio de fariseísmo que en política campa a sus anchas. Si se hace obligado enjuiciar la trayectoria política de Rita Barberá, «la alcaldesa de España», según Rajoy, necesariamente hay que adentrarse en lo que ha hecho en Valencia, la ciudad que gobernó con holgadas mayorías absolutas más de viente años. Constatémoslo: mayorías absolutas otorgadas una tras otra por los ciudadanos, hasta que en las últimas elecciones parecen haber caído en la cuenta de que el artificio populista que con maestría encarnaba la alcaldesa había dejado de sostenerse. Ella se percató de lo sucedido cuando, en la noche electoral, abrazándose a Serafín Castellano, le espetó conmocionada: «¡qué hostia, qué hostia...!».

Rita Barberá ha sido un modelo de político populista, de dirigente capaz de engatusar a una gran mayoría aprovechando al máximo un tiempo político que le era favorable, el larguísimo período en el que el PP dominó abrumadoramente el mapa autonómico y municipal de España. La exalcaldesa ha tenido un final amargo, muy amargo, el propio de muchos populistas, a los que después de años de vino y rosas se les descubren las miserias ocultas tras los fastos con los que regalan a la ciudadanía una falsa realidad. Barberá, Francisco Camps, Alfonso Rus, Sonia Castedo... La nómina es interminable. La Comunitat Valenciana ha superado lo imaginable. Tal vez solo en Andalucía está por conocerse algo parecido. Por encima de todo ello ha planeado incontestada por décadas la muy recia personalidad de Rita Barberá, a la que su partido, antes de abandonarla o mejor, de dejar de públicamente considerarla uno de los suyos, la parapetó en el Senado, como a tantos otros que en diversas fuerzas políticas han tenido que salir por la puerta falsa. Pero Rita Barberá era demasiado, ha personalizado demasiadas cosas, para que el consolador silencio se posara sobre ella. Hasta el final ha sido víctima de la «cacería» de los periodistas. Algunos no saben callar cuando más les interesa hacerlo. Algunos pierden las formas sin necesidad. Algunos ejemplifican que el fariseísmo es atributo que jamás dejará de existir. Basta una inopinada y lamentable muerte para que de inmediato haga cumplido acto de presencia. Para que se les mire con hastío.