El momento de gran efervescencia política y social que vivimos a comienzos de esta década trajo consigo la llegada al activismo institucional, perfiles e identidades que se habían visto excluidas de la participación política directa en los ciclos anteriores. Mareas de colores, primaveras, movilizaciones y, por supuesto, el 15M, supuso seguir encontrándonos en las calles personas con trayectorias vitales y activistas muy diversas. Y ha sido esa diversidad la que ha enriquecido las experiencias de lo que se conoce como nueva política introduciendo prácticas y métodos que suponen una verdadera renovación más allá de caras y nombres.

La participación en estas nuevas formaciones políticas de activistas que proveníamos de la cooperación internacional, de la acción social, del trabajo comunitario y de la pluralidad de los movimientos sociales ha provocado la incorporación de prácticas metodológicamente más exigentes y de técnicas más depuradas a la hora de organizarse. Si hay un elemento común a todas estas técnicas de intervención social es la utilización de herramientas de evaluación. Estas herramientas son relevantes para verificar si el análisis de la realidad efectuado y las prácticas sobre esa misma realidad son adecuadas o no a los objetivos de transformación social que se proponen. También son importantes porque requieren un aprendizaje individual y colectivo, un común.

Traer a las organizaciones políticas estas herramientas no es una tarea sencilla. Dentro de las propias organizaciones aparecen resistencias al empleo de estas metodologías. Por una parte, es habitual percibir la evaluación como un mecanismo de fiscalización en el peor sentido del término, entendido como una indagación persecutoria sobre las propias prácticas. Por otra parte, es hacer una lectura radicalmente opuesta a la anterior, que es considerar que son una innovación superflua ajena a la tensión que es esperable en la acción política. Ninguna herramienta es inmune a ser objeto de malas prácticas, pero la evaluación es un instrumento valiosísimo para orientar la toma de decisiones al servicio de la democracia interna.

A lo largo del pasado diciembre, València en Comú ha realizado un proceso de evaluación y autodiagnóstico tanto de la propia plataforma como del grupo institucional. Dado lo innovador de la propuesta y de la poca experiencia a nivel estatal de este tipo de procesos, se contó con la colaboración de profesionales externos que garantizaran el requisito de objetividad exigible a un proceso de evaluación riguroso. Se facilitaron diferentes técnicas, todas ellas para poder expresar el sentir de cada persona. Las sesiones presenciales sirvieron para encontrarnos, sentirnos, expresarnos, debatir y discutir. Esto también forma parte del proceso.

Todas las personas, incluidas las firmantes, sentíamos preocupación, temor. Al fracaso, a no ser útil, a la no participación, a la fiscalización, miedos, al fin y al cabo, inherentes a este proceso municipalista que construimos hace poco más de dos años y en el que seguimos caminando y construyéndonos todos los días.

Sabemos que, cuando aplicamos estas herramientas desde la perspectiva del cuidado del espacio y de las relaciones que hay en él, merece la pena arriesgarse y buscar herramientas transformadoras para reflexionar sobre lo realizado hasta ahora y reformular lo que sea necesario para construir entre todas un espacio municipalista fuerte que siga trabajando con los Derechos Humanos y la igualdad como pilares.

En breve se presentarán públicamente los resultados con el fin de servir a la mejora de la plataforma y reforzar nuestra acción política. Somos conscientes de los riesgos de estas metodologías de evaluación colectivas, pero los asumimos en pro de mantener una plataforma plural y diversa que siga siendo pieza clave para la transformación de un futuro mejor y en común para nuestra ciudad.