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La historia de Hernán Cortés 9

Los hijos del Metropol

La familia Obiol se instaló en el edificio del cine el año de su inauguración y allí nacieron los cuatro hijos

Los hijos del Metropol

La taquillera, Amelia, hacía punto y ganchillo entre sesión y sesión, sobre un taburete casi más alto que ella. Apolonia, la portera de la finca, tenía distracción asegurada todos los días con los ajetreos de las colas. Y hay debate sobre si el acomodador llevaba o no una pata de palo. Nadie discute, eso sí, que el barquillero agotaba sus existencias antes del Nodo. Al cine se entraba por los dos portales laterales. Y una mujer atravesaba cada día el vestíbulo camino del tercer piso (puerta 6), por la puerta del medio, con un abrigo rojo, hiciese frío o calor. Cándida, que decía «sefámoro» en vez de «semáforo», cumplía una promesa que nunca desveló. Era la asistenta de doña Salomé, la matriarca de la familia más numerosa y vivaz de Hernán Cortés 9.

Los Obiol y el cine Metropol son dos conceptos insolubles, como lo son el azúcar y el pastel o la arena y la playa. Se unieron el día que don Rafael, agente comercial de 28 años, y su mujer, ama de casa recién estrenada la mayoría de edad, se instalaron en el edificio en 1932, el mismo año que bajo el lecho de la casa gris se estrenaba una sala con 1.200 butacas.

Los 4 hijos nacieron en casa: Salomé (1933), Mari Carmen (1936) y los mellizos Roberto y Rafael (1943). Otra rama de los Obiol, Roberto y Rosita, también habitaron un tiempo en el primer piso. Los mellizos presumen de llevar sangre del bombero que colaboró, apresuradamente, en su alumbramiento. Caprichos del destino, 58 años antes de que un incendio dictase la sentencia del cine, el apagafuegos que había acudido a la llamada de ayuda aquella madrugada, donó su sangre a Salomé, agotada por una grave hemorragia en el doble parto. El segundo, Rafa, se presentó sin avisar. Todo salió bien.

El alquiler del piso costaba 50 pesetas al mes, un precio asequible para vivir en el corazón de la ciudad -una peseta de la familia Obiol era para el «vigilante», el precursor del «sereno», y 2,50 para la suscripción al Mercantil Valenciano-. El entresuelo quedó como despacho de don Rafael, puerta con puerta con la sala de proyecciones, una entrada a otra dimensión: un cuarto con fuerte olor a acetato, rollos de celuloide apilados y Burt Lancaster en formato gaseoso, donde algún hijo de la comunidad logró colarse alguna vez. Un escenario perfecto para rodar un Cinema Paradiso made in València.

La casa de Amparo, la modista, colindaba con la de los Obiol. Al fondo del pasillo, un probador de película: paredes de espejos y, en el centro, un maniquí sobre el que colgaban, majestuosos, los trajes de novia recién terminados. En el piso de arriba de los Obiol hubo un tiempo que sonaba la música a todas horas. Un hermano tocaba el violín; el otro era barítono.

Don Rafael apodó a la madre como «La Katiuska». Años antes, en el piso de la modista, pared con pared con los Obiol, vivió un pianista. Y a don Rafael le gustaba escuchar jazz y música clásica. Salomé era más de bailar charlestón, con el que deleitaría a los nietos décadas después, jugueteando con las puertas resorte, como las de las cantinas de los western, que separaban el salón de la parte Este de la casa, donde un tiempo la nevera y el retrete compartieron espacio.

El edificio del Metropol tenía -de momento, aún tiene- una apariencia engañosa. La fachada es estrecha y luego la estructura se ensancha hacia el deslunado, como la forma de un zapato. Sin el lujo de las casas de algunas de las grandes fincas de la zona, los pisos eran muy generosos.

En la puerta 6, la entrada daba a un pequeño recibidor. Enfrente, el cuarto de coser, donde Salomé cosía y remendaba vestidos para toda la familia, incluidos los ajuares de las muñecas de sus hijas, primero, y sus nietas, después. A la derecha, el pasillo, donde los nietos mayores, años después, embelasarían a la familia con representaciones teatrales, como la de doña Francisquita.

Hacia la calle se encontraban las dos habitaciones que daban al balcón, donde había lluvia de flores cuando pasaba la Virgen de procesión. Hacia el interior, el salón, separado por una cortina color musgo. Al fondo, la habitación de matrimonio y, a la derecha, la cocina, que desembocaba, junto al dormitorio, en la galería, equipada con un columpio y con una cesta a modo de polea donde Carmen, la vecina de abajo, devolvía generosamente la ropa tendida que iba a parar a su terraza, donde sus hijos Paco y Miguel Ángel Sanz jugaban a vaqueros.

Hasta los años 50, las cocinas del edificio funcionaron con carbón. La familia Obiol, bien dotada de sentido del humor, no sólo apodaba a los vecinos («Salmartín» era otro de ellos, por su particular forma de andar), sino también a los objetos de la casa. El filtro del agua era «el Sinaí». Se calentaban con un brasero y los mellizos se divertían fabricando cigarros al abuelo Vicente.

Don Rafael, aroma diario a colonia inglesa Atkinsons, porte elegante y trajes a medida, era un hombre adelantado a su época. Representante de prestigiosas marcas de estilográficas de la época (trabajó para Basa y Pagés, primero, y Noguera y Vintró, después) estaba a la última en electrónica. Para 1962, no quiso perderse el primer mundial de fútbol televisado en España. Se compró una flamante televisión de la marca Inter, para gozo de la familia y, por supuesto, de los vecinos. En su casa, como en el cuartito de la puerta 2, también olía a celuloide. En la habitación más septentrional de la casa, habría, años más tarde, sesión de cine para los nietos los sábados por la tarde. Don Rafael dominaba el tomavistas con la destreza con la que anotaba sus gastos en el dietario. Su caligrafía era perfecta. Todavía hoy, la videoteca al completo de los Obiol se mantiene en formato súper 8. Hay quien valora su digitalización en 6.000 euros.

En las reuniones con los amigos de la puerta 6 no faltaba Amadeo, el extremo derecho del Valencia CF miembro de la legendaria «delantera eléctrica» (junto a Epi, Mundo, Asensi y Gorostiza), con quien congeniaron los Obiol en aquellos años, los 40, en los que el equipo de Mestalla lo ganaba todo. Los hermanos Panés, de la célebre papelería de la calle de Las Barcas, tampoco faltaban.

Doña Salomé, una mujer alegre, imaginativa, era la alegría de la casa, del edificio entero. Nadie sabe con certeza si su interpretación de las profecías del Padre Corbato iba en serio o era una simple distracción. Pero el día que mataron a Kennedy sacó el libro ( Luz Católica) de un cajón de la cómoda y se sentó a ojearlo sobre la mesa del salón en busca de alguna respuesta.

El barrio del Eixample, en el mismo núcleo de la València más dinámica, tenía mucha enjundia en el ecuador del siglo XX. Abajo, a un lado, el horno de Concheta y el Palace Fesol, frecuentado una época por Ernest Hemingway o Manolote. Al lado, la caballería de alquiler de carrozas para bodas de postín. Enfrente, la carbonera. Y en la misma calle, Bodegas Ventura, la paraeta de Guadalupe, la drogería más grande del distrito y Paraguas Vizcaíno, propiedad de los padres de Vizcaíno Casas, el escritor valenciano (1926-2003) que, curiosamente, empezaría como crítico de cine. El lío entre la pescatera y el dueño de la bodega, por cierto, causó furor en el vecindario.

Después, en los 60, llegarían los nietos. Y las fiestas de los viernes por la noche, las representaciones infantiles, el seat 1.430 del abuelo, el charlestón de doña Salomé y su conversión en «superabuela» por los duros golpes de la vida, que afrontaría con la fuerza de una diosa. Y? el cine, siempre el cine. Desde su inauguración hasta su conversión en cinestudio, los vecinos del edificio tenían entrada gratis un día a la semana. La tercera generación disfrutaría de la saga de Tarzán, el largometraje de Pipi Calzaslargas, Chitty Chitty Bang Bang o el Mago de Oz, el día que una vecina perdió un zapato entre las butacas.

La infancia es nuestra patria eterna, decía Rilke, y nos envía postales de forma periódica. El grupo de whatsapp de los Obiol es estos días una máquina del tiempo que no para de enviarlas. Roberto, el mayor de los mellizos, ha rescatado estos días las fotos del baúl. Y Salomé Peña y Mari Carmen Bort, las dos nietas mayores de la tropa, comandan la excitación general de una familia que sigue expectante el futuro de un edificio que es su patria eterna. Que el padre Corbato, o quien sea, intervenga.

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