París, inicios de los «felices años 20», la gente, extasiada tras la Primera Guerra Mundial, busca formas de divertirse. Se abre una nueva «pasión por la vida» y en ella fluyen todo tipo de espectáculos y entretenimientos. Uno de los más importantes, sin lugar a dudas, es el circo. Ahora, casi un siglo después, muy lejos quedan ya aquellos bohemios tiempos, pero, afortunadamente, en un mundo que a veces parece solo mirar hacia delante, todavía hay tiempo para recrearse, para echar la vista atrás y para descubrir, con ilusión, con alegría, que los niños de hoy, esos ensimismados por los móviles y las tabletas, los de «la generación táctil» todavía son capaces de sorprenderse, de reir, de ilusionarse y hasta de llorar con las alegrías, la emoción, la pasión, el suspense, la diversión y la magia de un circo de toda la vida.

Esto, precisamente, sin mayores pretensiones, sin artificios más allá de los necesarios, es lo que pretende el circo Raluy Legacy que ofrece su espectáculo en la Marina, muy cerca del edificio del Reloj, hasta el próximo 28 de enero.

Cuando uno se acerca a su discreta carpa ya empieza a percibir que se va a encontrar con algo diferente. Las caravanas ambientadas en los inicios del siglo XX, entre las que hay un vagón bar, una biblioteca con ruedas, un antiguo camión de bomberos, o un gigantesco órgano del que sale música de otros tiempos, indican que, al menos, el visitante se trasladará en el tiempo, y en el espacio.

La taquilla, cómo no, también está dentro de una de estas caravanas, tan clásicas de un espectáculo ambulante como, por definición, es el circo. Al entrar, un payaso maquillado a la antigua usanza, que luego se descubre que es, nada más y nada menos, que el propietario histórico de este circo, Luis Raluy, recibe a los asistentes, se hace fotos con los niños y con los que no lo son tanto. A su lado, un mago da la bienvenida, mientras que un atolondrado mozalbete, Sandro se llama, que durante la actuación mostrará sus dotes de cómico y cantante, va de aquí para allá golpeando «sin querer» al público con una antigua escoba a sus espaldas.

Esa sensación de caos, de algún modo, controlado, de que todos hacen un poco de todo, es la que invade también al espectador cuando empieza la función. Y es la que le transporta a esos orígenes del circo. Al mismo tiempo, se demuestra, desde el minuto uno, que todos son grandes profesionales. Que las gemelas acróbatas saben muy bien lo que se hacen, que el «domador» del fuego hace subir la temperatura pero con gran control, o que el ex jugador del Paris Saint Germain, Iya Traore, podría estar maravillando a todos con sus ejercicios de «Freestyle» con el balón durante horas y horas. Así, las dos horas de actuación se pasan en un chispazo y la gente se va con una sonrisa de oreja a oreja.