La riqueza de la fiesta de San Vicente es el resultado de la adición sucesiva de elementos a lo largo de los años, multiplicados en los tiempos modernos. Por eso, tanto en la jornada de ayer como en la de hoy se pueden combinar elementos tan dispares como encendidos discursos en clave evangélica o el primer gran juicio de quienes compondrán la corte de honor de la fallera mayor de València de 2019. Ambas cosas pasarán hoy en la Pontifical y en la Procesión Cívica, respectivamente. Y de la misma manera que turistas de cualquier país se detenían ayer durante unos minutos y fotografiaban la curiosa imagen de niños vestidos de época, los clavarios de los altares hacían desfilar a sus imágenes del patrón. Y si echamos la vista a las últimas horas del sábado, también había vicentinos haciendo «filaes» de moros y cristianos, o paellas. Pero a la vez, regresaban las tejas y las mantillas negras. Devoción y asociacionismo, fiesta y religión. Todo ello combinado con el empleo de nuevas tecnologías para que los «miracles» puedan escucharse mínimamente (micrófonos individuales para cada niño que actúa) o con la ancestral costumbre de lanzar unas monedas a los pequeños como «sueldo» por el trabajo bien hecho.

No es San Vicente una fiesta turística. Es, en todo caso, un añadido que se encontraron los visitantes en una jornada en la que el centro de la ciudad no estaba especialmente lleno, aunque los altares algo ayudan. «La representación pueden estar viéndola perfectamente más de doscientas personas, pero si le añades los que vienen de paso, estamos hablando de muchos más» comentaba el satisfecho presidente del Tossal, Javier Doménech, al ver su plaza llena de gente con cada representación. Tanto los que se quedaban a presenciar íntegramente el relato como los que se asomaban apenas unos minutos. Tampoco fue un día especialmente fácil, y eso a pesar de que la lluvia, finalmente, no llegó a molestar. Pero sí lo hizo el viento, que a alguno de los niños y niñas les hizo pasar algún problema con los velos de época. También se trataba de explicar en clave teatral el caso del «miracle» de la Pila Bautismal, protagonizado por una «mujer maltratada» y un «hombre maltratador», aunque todo quedaba en la moraleja de que la mujer se llenaba la boca de agua, no hablaba y «si uno no quiere, dos no discuten», convirtiendo este particular consejo de San Vicente en la clave para acabar las discusiones matrimoniales.

Conforme pasó la tarde pudieron verse algunos visitantes con enseñas españolas. Eran los que salían del tenis. Y ya por la noche aún hubo tiempo para alguna procesión, como la que lleva las imágenes del Altar del Carmen (el santo y el santo niño). Chirría la simple y bienintencionada tarima en la que los niños representarían el «miracle», en lugar del espectacular altar estrenado el año pasado y que se ha quedado en boxes ante la imposibilidad económica de erigirlo. Lo mejor de la procesión, el poderoso contraste de los personajes de época, las falleras, la imaginería y el paisaje urbano se mezclan de forma espectacular.

Hoy, con esa misma heterogeneidad, la familia vicentina (y de rebote, la fallera y los creyentes no asociados) cierran un año que es, realmente, un inicio. Centenario.