Las paellas universitarias son sinónimo de molesto macrobotellón que nadie quiere tener cerca de casa. Pero, hubo un tiempo, hace ya casi 40 años, en el que esta fiesta se celebraba dentro de los campus de la Universitat Politècnica de València (UPV) y en los de la Universitat de València (UV) y eran los propios estudiantes los que cocinaban el arroz. De aquellas pequeñas fiestas que organizaban los alumnos por escuelas o facultades pocos días antes de las Fallas, tras recibir las notas de los exámenes de febrero, y en las que también corría el alcohol generosamente, apenas queda nada más que el nombre.

Hoy la paella es la excusa, un gancho para atraer a los estudiantes a este gran evento gestionado por empresas privadas y que cada año reúne a más de 25.000 jóvenes. Un encuentro que, al generar a su alrededor un gigantesco botellón, va saltando de lugar en lugar al ser difícilmente asumible por los ayuntamientos ante los problemas que ocasiona a los vecinos.

Eduard Ramírez, el último vicerrector de Estudiantes que tuvo la UV antes de que la Ley Orgánica de Universidades (LOU) de 2002 extinguiera esta figura, recuerda aquellas fiestas de las facultades organizadas por las Asambleas de Representantes de Alumnos (ADR) en las que los estudiantes hacían las paellas en los jardines del campus. «Siempre volvías a casa mascarat, con la cara negra por el tizne de las paellas», rememora. Admite que también había borracheras, «como en cualquier fiesta de pueblo, pero el botellón no estaba tan evolucionado como ahora».

Las paellas con más tradición eran las de la Politècnica, pero se hacían igualmente en los jardines de la Facultad de Psicología de la UV. Tal vez por influencia de la vecina Escuela de Agrónomos, la pica en Blasco Ibáñez de la UPV que cerró hace 8 años. También llegaron al campus de Burjassot.

Ramírez explica que las paellas eran «un día de cierto descontrol» que los equipos rectorales «siempre intentaban reducir, arrinconar y acorralar». De hecho destaca que a finales de los años 90 «llegó a haber una candidatura a las elecciones del Claustro de la UV bajo el nombre de Sí a las paellas que incluso obtuvo un claustral».

Aquellas fiestas de humo y arroz en los campus murieron de éxito con el cambio de siglo, debido sobre todo a su masificación al multiplicarse los alumnos que llegaban a las universidades. El punto de inflexión tuvo lugar en marzo de 2002, cuando el entonces rector de la UPV, Justo Nieto, suspendió por primera vez todas las fiestas de la paella. El detonante fue que en la de la Escuela de Industriales una menor, alumna de un instituto, acabó en el hospital con un coma etílico. Otros 12 jóvenes fueron tratados por síntomas similares.

A partir de aquí la estrategia de los rectores ante las paellas pasó de la relativa tolerancia a una serie de vanos intentos de poner puertas al campo que, tras su poco éxito, acabarían ocho años después con el destierro de la fiesta de los campus.

La táctica seguida por la Politècnica para laminar aquel incipiente macrobotellón dentro de su campus era triple. Lo primero fue distanciar las paellas de los días previos a las vacaciones de Fallas para evitar así que se colaran menores, pues los alumnos de los institutos de Secundaria cercanos que hacían pellas para ir a la mascletà acababan emborrachándose en el campus. Lo segundo fue reducir su tamaño, con lo que se prohibió que todas las escuelas hicieran las paellas a la vez. Además, para lograr un mayor control se llevaron a una zona acotada del norte del campus.

El esfuerzo fue en vano y el problema se extendió a otros campus. En marzo de 2009 el Ayuntamiento de Alcoi apercibió a la UPV después de que las paellas de la escuela de esta universidad en la capital de l'Alcoià acabara con 21 jóvenes atendidos por intoxicaciones etílicas y graves destrozos en el mobiliario urbano.

En el lado sur de la avenida de Tarongers las cosas no iban mucho mejor. Ese año las ADR de las facultades de Derecho, Economía y Sociales de la UV se juntaron para organizar una fiesta de las paellas que degeneró en el primer gran macrobotellón. Estas fueron las últimas paellas dentro de un campus.

Los entonces rectores, Juan Juliá (UPV) y Esteban Morcillo (UV), expulsaron las paellas fuera de las universidades. El testigo lo cogió una empresa, Las Ánimas, que en 2010 organizó dos días seguidos de fiestas de la paella, una para cada universidad, en la explanada de la vieja estación del Grau.

Reunió a 15.000 estudiantes en la dedicada a la UV y a 12.000 en la destinada a la UPV, ante las protestas de los vecinos por el ruido, las toneladas de vidrio y basura dejada por la multitud así como por las meadas en los portales. Una queja que se hizo extensiva a la Policía Local por su pasividad, pues los agentes evitaron sancionar a los miles de jóvenes que hacían botellón fuera del recinto ante el temor a provocar «una batalla campal».

Morcillo y Juliá se desmarcaron de ambas fiestas, incluso llegaron a prohibir que se utilizará en la promoción de las paellas universitarias los escudos de sus universidades. Además, insistieron en que se celebrasen «lo más alejado de la ciudad para no molestar a los vecinos y, por supuesto, lo más lejos posible de los campus». Y es que muchos estudiantes hicieron el botellón en Tarongers y Vera antes de partir hacia la fiesta del Grau.

Del Grau a la Punta

En 2011 y 2012 no hubo paellas, pero al año siguiente volvieron a la explanada del Grau para disgusto de los vecinos. En 2013 atrajeron a 12.000 personas, y en abril de 2014 la empresa Babalú reunió a 15.000. Desde 2015 las paellas universitarias, bajo el lema «las de siempre», las hace la firma Sagarmanta. Ese año las trasladó a un solar de la Punta, donde reunió a 25.000 personas. Allí repitió en 2016 y en 2017 las llevó a la Marina sur, congregando a 27.000 jóvenes. El consorcio de la Marina declinó repetir ante la «imagen negativa» de tal evento.

La última parada ha sido un solar anexo al cementerio de Moncada, que el pasado viernes 14 recibió a más de 24.000 estudiantes. Cada uno de ellos pagó 12 euros (288.000 euros en total) por un plato de paella -que muchos de ellos ni siquiera probaron- y ocho horas de música bajo el sol. El alcohol para el macrobotellón lo llevaban en las mochilas. Como al recinto no se podía acceder con botellas de cristal, la mezcla de los cubalitros la hicieron antes de entrar y la pasaron en botellas de plástico sin tapón.

Las paellas de Moncada dejan como factura innumerables quejas vecinales, la rotura de la frágil coalición que gobierna dicho ayuntamiento y un detenido por una presunta violación. Y, además, un gran interrogante en el aire: qué consistorio se atreverá a acoger el próximo año «esta gran quedada para emborracharse, totalmente contraria al modelo de convivencia y salud que se propone en la actualidad», subraya Eduard Ramírez, ahora portavoz de Compromís y concejal de Urbanismo del vecino Ayuntamiento de Rocafort.