Una fundición de campanas o una azucarera, el bosque o lo que fue una carbonera. Son lugares excepcionales e inauditos, elegidos para trabajar por arquitectos que despuntan en España y que gozan de reconocimiento profesional internacional.

Hay quienes pasan más horas en el despacho que en casa. Los arquitectos, se dice, son un colectivo proclive a dejarse caer por allí incluso en sábado y domingo. Pero ¿qué atmósfera consideran la mejor para trabajar quienes se encargan de delinear los escenarios para vivir?

"Lo que pretendíamos es muy simple: trabajar bajo los árboles", explican José Selgas y Lucía Cano, cuyo estudio se encuentra en un frondoso bosque a las afueras de Madrid. Un planteamiento tan sencillo como ambicioso para el que idearon una cubierta lo más transparente posible. Pero también hallaron la solución para aislar las mesas de trabajo del sol directo. De ahí surge esa cápsula que semeja una burbuja encajada entre la tierra y el aire y que evita en lo posible alterar ambos.

Para Jordi Badia, al frente de Baas Arquitectes, uno de los principales motivos para escoger una antigua carbonera en un barrio algo alejado del centro de Barcelona fue poder ir al trabajo paseando desde casa. La proximidad, vista como un lujo. Y también la generosidad de metros cuadrados a un coste inferior. La carbonera está compuesta por un semisótano y un altillo. La fachada, antes cerrada, se vincula a la calle con un gran ventanal de nueve metros. Los viejos lucernarios, con un marco atrompetado añadido, multiplican la luz.

Instalarse en la antigua fundición artística Barberí de Olot (Girona) -un conjunto de naves, cubiertas y patios que datan de principios del XX- ha sido para RCR arquitectes (Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta) un sueño cumplido después de más de dos décadas de práctica profesional. A través de la gran cristalera de la sala común de trabajo, se ve el techado de lo que denominan "pabellón de los sueños", con una cubierta encharcada para atraer a los pájaros. Desde el patio arbolado se accede a este espacio rodeado de vegetación y hundido en el terreno.

Fue en el año 1986 cuando Juan Domingo Santos llegó a la antigua azucarera abandonada donde ahora está su despacho, a las afueras de Granada. A cambio de su trabajo para preservar y mantener el lugar, el propietario le cedió el espacio de la torre alcoholera. Le fascinaba aquel lugar que veía a diario desde el tren en sus años de universitario -un paisaje postindustrial en la transición entre el campo y la ciudad-, y dentro encontró lo que deseaba: condiciones más libres de espacio, contacto con la historia, mucha luz. "Los lugares abandonados son muy sugerentes. Tienen magia, misterio". Por eso, si bien lo acondicionó -montó allí una carpintería para renovar ventanas, cubiertas, pavimentos, instalaciones-, su intervención casi no se advierte. "La fabrica -subraya- debe seguir manteniendo su impronta". El mismo hecho de encontrar este edificio coincide con su forma de abordar los proyectos, una suerte de serendipity, término inglés que remite a la facultad de realizar hallazgos afortunados de manera accidental, que se convierten en tesoros y fuente de nuevos destinos. "Me apasiona la arquitectura como una aventura para habitar. Siempre debe aunar experiencia, emoción y uso", indica.