El bar Aduana es, para mí, un icono. Un espacio con historia e identidad del que esta ciudad se debería sentir orgullosa. La nueva Marina me deja frío. No soporto el esnobismo y me avergüenza ver el puerto de Valencia convertido en un escaparate para quienes atracan su ostentación en nuestro puerto. Me entristece ver como hemos cedido los espacios más visibles de La Marina a empresarios pudientes mientras escondemos a los pescadores en el último rincón de la dársena. No es justo. Si de algo deberíamos estar orgullosos es

de nuestros clochineros, de nuestros pescadores y de nuestra lonja.

Lo único que respira algo de identidad en ese decorado de modernidad que nos han construido está en sus restaurantes. En el salmonete de Raúl Aleixandre, en el tomate del Perelló que nunca falta en Sausalito, en los arroces de Arribar, en el buñuelo de bacalao de Portolito€. Y seguro, que también en aquello que invente la cabeza de Javier Andrés para el Veles e Vents (confío más en él que en ningún ministro de Turismo).

De todos ellos, el que más historia y personalidad tiene es, que casualidad, también el menos visible. Me refiero al Bar Aduana. Empezó siendo un chiringuito de madera allá por 1941. Un minibar donde los parroquianos tomaban el vermut del aperitivo. Con la segunda generación surgió el edificio y la cocina evolucionó. Luego se incorporaron los nietos hasta que Alejandro del Toro se independizó para acabar triunfando por cuenta propia, y en el 2004 sus hermanos Juan Ramón y Alberto se hicieron cargo del negocio.

Me gusta el Bar Aduana porque guarda la chispa del bar portuario. Tiene personalidad e historia y algunos platos, aquellos en los que aparece un producto digno, son buenos. Disfruto con su fritura de pescado. Con sus palayas finas y jugosas y su salmonete fresco. Disfruto con el ceviche de bonito con aguacate y cebolla morada. Me gusta esa sepia bruta que hacen a la manera de La Marina, salteándola con su tinta y su melsa. Incluso me hace gracia su gamba al ajillo (en realidad gambas de mediano tamaño pasaditas por un refrito de ajo).

También están bien los platos principales. Cocina directa y franca. Pescado de lonja a la plancha, buena merluza, bacalao€. Me gusta el Bar Aduana, pero le exijo más. Quien hereda un bar como este no puede permitirse el desdén de poner en el plato un chipirón patagónico. No aquí, a doscientos metros de la lonja. Tampoco manchar un calamar digno con una salsa Mery que oculta todo el sabor. Los hermanos del Toro aciertan con la oferta, pero fallan a veces con el producto. Y eso, estando donde están y con el restaurante lleno, no me cuadra.