Pío Baroja, durante una de sus estancias en el Maestrazgo turolense, recogió una leyenda sobre la antigua ermita del Santo Sepulcro, que divisaba desde la fonda en la que estaba hospedado. De aquí salió su novela «La venta de Mirambel» (1931). Es seguro que le dieron bien de comer en la fonda, benemérita institución social, culinaria y hostelera prácticamente desaparecida.

Las fondas antiguas, cálidas, familiares, sin diseño fashion ni minimalista, activan la nostalgia, en el sentido más positivo del término. Todos los clásicos recordamos fondas donde hemos comido, muy bien, platos caseros de la zona servidos en mesas con manteles a cuadros, de hule.

Una cita: «La fonda de pueblo, muchas veces desangelada, con pocas mesas casi siempre de fórmica y colocadas sin ninguna simetría, pero limpias y evocadoras. Fondas que han requerido un amor y una entrega total por parte de sus dueños, que vivían únicamente con las comidas que servían a los viajantes y corredores de comercio». (Giorgio della Rocca).

En los pueblos, sobre todo, la cocina era responsabilidad del quehacer amoroso de las mujeres, enlutadas o dicharacheras, de pelo canoso, refajos de grueso paño y enaguas almidonadas, maestras del primitivo y suculento arte culinario.

Abuelas, madres, hijas, hermanas, tías, albaceas del empirismo de los fogones, las salsas, los peroles y las recetas, transmitidas oralmente de generación en generación. Cocina femenina, un laboratorio de alquimia (anterior al nitrógeno líquido, la leticina de soja o la goma xantana), donde se mezclaban mágicamente la paciencia „la actividad en la cocina empezaba a hora muy temprana„ y el amor. La fonda Castillo (Utiel), por ejemplo.

Hay muchos establecimientos de este tipo con leyenda, caso de la Fonda Santa María. Se dice que aquí fue detenido Giacomo Casanova, en 1768, durante una de sus estancias en Barcelona. También en Barcelona fueron muy populares «les fondes dels sisos» (siglo XIX), llamadas así por el precio de los platos: costaban seis cuartos. Eran locales de comida casera, frecuentadas por gente modesta, obreros y menestrales. Los camareros iban con las mangas de la camisa arremangadas y cantaban los platos con un divertido argot culinario. Veamos: «serradures» (sopa de sémola), sopa de «bales» (sopa de «mandonguilles»), metralla (garbanzos), una criatura (huevo frito), un civil (arenque grande a la brasa) o «peus de ministre» (pies de cerdo).

Desde que vino la crisis económica, asistimos a un revival de la fonda, de la falsa fonda, como la Fonda Gaig (Barcelona), platos, refinados, de las viejas fonda a precios de restaurante; o el Mas Renart (Mollet de Perelada), entre otras, a la busca y captura de una clientela de gusto tradicional (la mayoría de la población) y la exhumación de recetas populares.

El objetivo fundamental es, obviamente, abaratar ostensiblemente las facturas, pues los restaurantes están vacíos. No son fondas propiamente, pero intentan rescatar el modo popular de comer „afinándolo„.

¿Y las moderneces con mucho cuento? Se ha enfatizado excesivamente el hecho de comer en un restaurante. Tanta liturgia y presuntuosidad, a precios de Fort Knox, ha socavado la hostelería, apuntillada finalmente por la crisis y la moda bloguera. Hagamos todos un examen de conciencia. O no. Total, ¿para qué?