Los hermanos Marx fueron, tal vez sin pretenderlo ni intelectual ni ideológicamente, unos hilarantes y lúcidos demoledores de ciertos y diversos convencionalismos burgueses y sociales.

Harpo, Chico y, sobre todo, Groucho, dinamitaron, como quien no quiere la cosa, una multitud de convencionalismos y «valores» inatacables. Algunos especialistas los han calificado de «personajes alocados»; o de «simples payasos de circo y variedades». Ya quisieran muchos de los antiguos y célebres payasos históricos haber detentado el vitriolo de los Marx, inteligentes examinadores de la condición humana y de los tópicos más sacrosantos.

Los Marx jugaron en la primera división. El resto (Grock, Nablett, Popey, Pompof y Thedy, Zampabollos y Nabucodonorcito), aún siendo fantásticos en su ámbito, el circo, no el cine, estuvieron alejados de la genialidad de los Marx.

En sus películas ajustaron cuentas, a diestro y siniestro, con la sociedad de su época más concretamente. Y por extensión, con la de siempre. La sociedad, en el fondo, cambia menos que un locutor de fútbol aullando ¡goooooollll! Su humor del absurdo „brillante, agudo, paradójico, clarividente„ cayó como una plaga de langosta sobre instituciones, personas, mitos y hojarascas bienpensantes.

«Una noche en la ópera» (1935) fue recomendada por un psiquiatra de la escuela de Freud para «combatir estados depresivos». Viniendo de un psiquiatra, el consejo carece de credibilidad. Sin embargo, «Una noche en la ópera» es una obra maestra, a pesar de la presencia del ñoño Allan Jones.

En la mayoría de las películas de los Marx hay secuencias en restaurantes. Utilizaron el tiempo y el espacio, en un restaurante, como campo de su estrategia para corroer un orden tan ceremonioso y aburrido como arbitrariamente establecido. Hoy, serían el azote de algunos «templos» gastronómicos mediáticos, sólo aptos para su feligresía esnob y los nuevos ricos posmodernos. Léase «Psicopatología de la vida cotidiana», de Sigmun Freud.

Si vivieran, los Marx Brothers usarían un montón de ideas para realizar una versión siglo XXI de «Sopa de ganso» (1933). Y por medio de las armas del humor y la más radical reducción de lo oficial al absurdo (lo repipi, lo esnob, lo idolatrado), solo permanecería el esqueleto de mucho ritual fatuo y «religioso». El banal «life style».

Los Marx fueron unos excelentes críticos de restaurantes. Y de su necio y pretencioso «entourage». Es el caso de la millonaria Margaret Dumont, a menudo el blanco de los diálogos y burlas más lacerantes de Groucho («¿Quiere casarse conmigo? ¿Es usted tan rica? Conteste primero a la segunda pregunta»).

Lo sustancial es que no demolieron éste o aquél restaurante, sino «el restaurante», tal y como se ha concebido históricamente „y aún ahora„, en su versión más formalista y amanerada, por más que lo vistan de «decontracté» y catedral de «filosofía creativa».

Dinamitaron «el restaurante» como sala de exhibicionismo de fortunas, del poder, y de escotes y modelos con más bisutería que corazón. Un funeral de la alegría y la fiesta. Insignificante cónclave de circunspectos «entendidos» en «filosofía creativa».

Concluida la cena, Groucho pide la factura. La mira y dice: «¡La cuenta de la cena es muy cara! ¡Es un escándalo! Yo que tú no la pagaría». Y se la entrega a Margaret Dumont. («Una noche en la ópera»).