Si su matrimonio data de, pongamos, los años 70 (enhorabuena si es así) seguro que tendrá por algún rincón olvidado de casa, o en un trastero, una reliquia de una receta felizmente desaparecida: aquellas copas para cóctel de mariscos que caían irremediablemente entre los regalos de boda.

Cóctel de mariscos... Hace unas semanas, cuando yo comentaba la ausencia de los pimientos del piquillo rellenos en las cartas de los restaurantes, una buena amiga, Ana Lorente, me recordó esta otra receta que pasó a mejor vida: el cóctel de marisco, o cóctel de gambas; es algo que yo tengo ligado a las bodas, como regalo (las copas) o como inevitable plato en el banquete nupcial. ¿Qué era ese cóctel de gambas, o de mariscos? Pues una combinación de colas de gamba (de calidad más bien dudosa) peladas y cocidas, con o sobre lechuga cortada en tiritas y aliñadas con una presunta «salsa rosa» hecha mezclando mahonesa con kétchup.

En los banquetes, se solía coronar el conjunto con un ejemplar más presentable de gamba. Se servía en esas copas especiales, que tenían doble cáliz: en el interno iba el cóctel, y en el externo hielo picado para mantenerlo frío. Si no se disponía de esas copas, solían usarse las planas de champaña, las llamadas «Pompadour» por la leyenda de que fueron modeladas a partir del seno de esa amante de Luis XV, que ya estaban de capa caída, desplazadas por las igualmente inútiles «flauta», en las que las burbujas no se desparraman, pero se ven forzadas a ascender en fila india.

Es curioso. Como hago siempre en estos casos, he ido a mirar a los grandes textos culinarios españoles del siglo XX, a ver qué dicen del platito. Pues... no dicen nada. «La cocina completa», de la Marquesa de Parabere (1933) lo ignora; lo mismo ocurre con el «Manual de Cocina» de la Sección Femenina (1950). Aparece en el «1080 recetas de cocina» de Simone Ortega (1972). La autora espolvorea las gambas con huevo cocido rallado; no usa la clásica «salsa rosa», sino una mahonesa con tomate y coñac: una salsa a la que se añade despacio una cucharadita de las de café de mostaza, otra de concentrado de tomate y una cucharada sopera de coñac.

De aquellos años (los 70) data una durísima invectiva del gran «Punto y Coma», que me honró con su amistad y su magisterio, contra estas preparaciones: «El llamado cóctel de mariscos es igualmente una invención de la cocina (llamémosla así) norteamericana, que lanzó este mejunje para dar salida a los aburridos, insípidos y enormes camarones de las costas de Florida y California, pescados por toneladas y que, sin el aditamento de una mahonesa coloreada con kétchup (que tal es la salsa que los cubre) y sin el adorno en tecnicolor de un fondo de vil lechuga no lo pasaría ni un caballo hambriento».

Ciertamente, yo no les voy a recomendar esta receta para unas gambas frescas nacionales, blancas o rojas, ni para unos langostinos también de aguas nacionales; pero en estos tiempos en que unas y otras proceden de aguas y piscifactorías de lo más lejanas y variadas, y que no admiten la menor comparación con nuestro producto, tal vez fuese una forma decente de sacarles partido. Unas gambas cocidas con mahonesa gustan a mucha gente; conviertan la mahonesa en una salsa rosa marisquera de verdad (mezclen la mahonesa con el resultado de machacar en el mortero y pasar por el chino las cabezas y caparazones de esas gambas) y aliñen con eso sus gambas. Sírvanlas bien frías. Yo pasaría de la lechuga, pero allá ustedes.

Ojo, que no les estoy diciendo que la cosa sea maravillosa. Pero si el cóctel tuvo éxito en aquellos años en los que en cuanto ibas a una boda te lo ponían como primer plato, antes de la no menos inevitable ternera a la jardinera, no veo yo por qué no podría tener partidarios ahora, para esas gambas casi extraterrestres que inundan nuestros mercados. Yo, por supuesto, seguiré a lo mío: crustáceos españoles, frescos, hechos del modo más sencillo y respetuoso posible.

Y, aunque hoy haya traído aquí una receta prácticamente extinguida, sigo pensando que, salvo en los estúpidos casos de secretismo del autor que se lleva su fórmula a la tumba, sólo se extinguen las recetas que no han leído a Darwin, es decir, que no saben evolucionar, adaptarse al paso del tiempo; pocas veces merece la pena el esfuerzo de recuperarlas, excepto como tema de investigación gastroarqueólogica. Vamos, lo mío.