Yo debo de ser un tipo muy raro, porque ya me dirán si no es rara una persona que, cuando se habla de mus, reconoce que juega de vez en cuando, pero admite, al mismo tiempo, que es bastante malo, contraviniendo el artículo primero del reglamento del mus, que establece que «todo buen musolari dice que él es el mejor». Bueno: pues yo, no.

Yo jugué por primera vez al mus en el concurrido bar de la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid. En mi vida anterior, transcurrida en Galicia, el juego de naipes predominante era el tute; el mus me parecía una cosa la mar de complicada y para iniciados. Iniciar me inicié, pero no pasé de ahí.

Hombre, lo suficiente para saber que una cosa es un mus y otra una «mousse». Que una «mousse» era una espuma lo supe en seguida: se encargó de ello don José Quintero, el magnífico profesor de francés que tuve en lo que entonces llamábamos Bachillerato (Enseñanza Media).

Además veía a diario, en una vitrina junto al mostrador de la farmacia de mi padre, unos envases de color rosa fuerte en los que ponía «Moussel de Legrain». Para baño, para ducha, para todo, como decía su popular anuncio televisivo. También distinguía, como ven, el puerto gijonés del Musel del «Moussel», espuma para la higiene personal.

Y hasta ahí llegaba. De chaval no llegué a entablar conocimiento con nada comestible que se llamase «mousse». Quién podía imaginarse la inundación de «mousses» (eso sí, traducidas a espuma) que iba a invadir años después la cocina de la mano de Ferran Adrià y del omnipresente sifón de óxido de nitrógeno. Se hizo imprescindible en toda cocina, pública o doméstica, que se preciara. En casa hay uno, con sus correspondientes cargas... pero confieso que jamás lo hemos usado.

Se usó tanto, tanto, que no fue nada extraño ver, en cartas de restaurantes o similares que querían (pero no sabían, por lo que no podían) estar «a la última», enunciados de platos con «mus» (sic) de zanahoria, o de alcachofa, o de chocolate, porque de todo se daba «mus» sin comprobar si el compañero llevaba pares y treinta y una. Y no. No había mus. Había espuma. «Mousse».

Fue algo curioso. Si mientras las «mousses» se hacían a mano, para entendernos, se usaba en las cartas y en los recetarios la palabra francesa, en cuanto se empezó a poner de moda el sifón se apostó por anunciar esas preparaciones como «espumas». Naturalmente, hubo su miajita de choteo, porque eran unas espumas muy aéreas, que precedieron a los llamados «aires», que ya no disimulaban nada.

El caso es que yo, si pienso ahora mismo en una «mousse», me viene a la cabeza su ingrediente perfecto: el chocolate. «Mousse» de chocolate, qué maravillosa tentación...

Tentación a la que estaba bien ajeno cuando buscaba algo en la cocina. Vi que Maribel tenía en la mano una tableta de chocolate de las de 70 % de cacao. Le pregunté qué hacía, y me dijo: voy a hacer una «mousse» de chocolate. Para qué oír más.

Tenía en agua fría, para rehidratarla, hoja y media de gelatina neutra y transparente. Redujo a zumo dos naranjas, calentó ese zumo y le añadió dos yemas de huevo, batiendo hasta conseguir una textura semejante a la de las natillas. Incorporó cinco porciones (50 gramos) del chocolate y lo hizo fundir, siempre removiendo bien. Logrado esto, añadió la gelatina.

Por otra parte, empezó a batir las dos claras, con una pizca de sal; al rato, les añadió dos cucharadas de azúcar glas y siguió batiendo hasta obtener un punto de nieve fuerte.

Y ahora viene el momento de la verdad: hay que incorporar poco a poco, con una espátula y de abajo arriba, las claras a la mezcla anterior, ya tibia y fuera del fuego. Es muy importante hacerlo bien, para que la mezcla se llene de aire y sea, de verdad, una espuma, una «mousse».

Distribuya la «mousse» en los recipientes en los que vaya a servirla y guárdelos en la nevera; la «mousse» debe tomarse fresquita. De que esté así, fresca, no helada, es responsable la clara de huevo, muy mala transmisora del calor, como saben bien los que hacen las famosas «tortillas noruegas», más conocidas como «soufflé Alaska».

A la hora de servir la «mousse», decórenla como prefieran. Antes se le solía poner un poco de «chantilly» coronando el conjunto; nosotros preferimos espolvorear encima unas virutillas del mismo chocolate amargo. Otra buena opción, azúcar glas mezclado con ralladuras de piel de naranja. O, sorprendentemente bueno, un par de escamas de sal marina.

Comprenderán que, en esas condiciones, si me proponen darme mus estaré en condiciones de responder negativamente apelando a una de las expresiones más clásicas en ese momento del juego: «tengo postre». Y ya lo creo que lo tengo: con esa «mousse» no puede uno darse mus: echa órdagos a grande, a chica y a lo que haga falta.