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La historia crujiente de siempre

El pan y sus revoluciones: desde los esclavos franceses de la harina a las finas tahonas para gourmets

La historia crujiente de siempre

No hay en la gastronomía revoluciones que puedan equipararse a las del pan, a lo largo de décadas el alimento básico y esencial de la humanidad. Y en ningún lugar se han desencadenado con la misma vehemencia que en Francia. En el siglo XVIII, los ingleses empezaron a decantarse por el azúcar y los italianos por las pastas. Los franceses hicieron del pan la razón de su existencia, un don sagrado cuya fabricación justificaba convertir en auténticos esclavos a los panaderos y sus aprendices.

Uno contempla una foto de Chad Robertson, al artífice de Tartine, la famosa panadería de San Francisco, en el corredor de la calle 18, conocido popularmente por «The Gastro», y se da cuenta de que su rostro saludable de hipster con tatuajes, dista mucho del sufrimiento que se atribuía a los panaderos franceses de hace tres siglos. Cualquiera que esté interesado en este asunto habrá podido leer que sus vidas no estaban lejos de parecerse al infierno. Eran efectivamente esclavos, sujetos al patrón y a los complejos requisitos de la fermentación de la levadura. El trabajo de día comenzaba alrededor de la medianoche. Sus ropas eran las viejas bolsas de la harina que amasaban, cien kilos de una vez utilizando las manos y los pies en medio de la desesperación.

La operación se repetía varias veces en una sola noche, por lo general en un sótano tenebroso, demasiado oscuro para poder ver lo que estaban haciendo, incluso en el momento en que la masa se hundía antes de levantarse. Cuando finalmente se les permitía un poco de descanso, a veces por la mañana, tenían que conformarse con dormir soportando el intenso calor del obrador. Tres horas más tarde tenían que despertar para ocuparse del enfriamiento de la levadura que, como sucede con los recién nacidos, hay que alimentar las veinticuatro horas. En 1788, el periodista Louis-Sébastien Mercier reveló lo poco saludable que era la vida de los panaderos. A diferencia de los carniceros, robustos y con la cara roja, se les veía cubiertos por los sacos de harina, despeinados y pálidos, acurrucados en los portales. Toda esta miseria permanecía encubierta por la adicción de los franceses al pan que sólo las costumbres dietéticas, la intolerancia al gluten y una oferta alimentaria mucho más variada, consiguieron en cierta medida doblegar. Pero con el paso del tiempo el pan volvió a imponerse como un producto refinado, para gourmets. Hogazas como las de Chad Robertson y tantos otros grandes panaderos, de corteza dura, crujiente, miga tierna aireada y húmeda como la crema, han tenido la culpa de este majestuoso renacimiento.

Pero desde tiempo inmemorial el pan ha nutrido a numerosas religiones, inspirado centenares de tradiciones y forjado inolvidables leyendas. Los dichos sobre el pan son innumerables -por ejemplo, «más largo que un día sin pan»- y también es un recurso valioso para la metáfora. El olor del pan caliente sugiere siempre la novedad. En Castilla, es una oblea que se parte con las manos al lado mismo de la paletilla del cordero lechal. En Galicia, se compran kilos de pan honrado, montañas que se va almacenando en las casas. El pan de payés se corta en rebanadas, como el pan enjoyao de los andaluces y se pringa con aceite de oliva y tomate.

El pan resulta obligado en Italia, que es el país de la harina, del impasto, empezando por il biove, que es bollito de apariencia artesanal espolvoreado de harina que se corta (taglio) al medio para hacerle una herida y a veces perfumarlo con hierbas. La presencia de la harina es básica en la cocina italiana, en la pasta, en el pan, en la pizza y en la focaccia. En Florencia, el pan se come en el antipasto, aliñado con patés, tapenade o simplemente tomate: la bruschetta. En Turín, los viandantes roen los grissini, recién salidos del horno. Son palillos largos impregnados de aceite, como nuestros picos, o aderezados con sésamo, romero y salvia. Y también está el invento del pan especiado. El pan al romero, también con oliva. O el esponjoso pan siciliano revestido de sésamo. Llaman parmesanos a unos bollitos semidulces como brioches, con queso de Parma, mantequilla y azúcar. El pan campesino, recio, de Bolonia, como nuestros bollos de cuernos, adquiere, según el obrador, formas sugerentes y caprichosas. Es particularmente bueno para utilizar en las sopas. Igual que el sopaco vasco de la zurrukutuna. En la Europa opulenta, dejando a un lado los últimos indicadores económicos, el pan no ha dejado de ser protagonista.

En Francia, los obradores desprenden olores intensos de mantequilla. Los parisinos son devotos del pan, empezando por la baguette, la ficelle, más estrecha que la primera, y la flauta. También están el pan de 400 gramos, el pan boulot (bola), el bâtard (ovalado), la corona, el pan redondo (rond), la fougasse (horneada con bacon) y el pan crujiente con forma de espiga (epi). Hay panes peculiares por el mundo. Los irlandeses tienen uno característico que llaman boxty; los escoceses, el bannock; en Inglaterra están el bloomer y el crumpet; los alemanes, esmerados panaderos, cuentan con el pumpernickel, el lambrot y el mandelbrot, todos ellos negros o de tonalidad oscura; los portugueses, la popular rosquilha y la broa de milho (maíz), que es como nuestra boroña; los israelíes, el challá y el matso, y los indios, parata, chapati, naan y puri, a cada cual mejor.

Los platos que giran alrededor del pan se cuentan por docenas. En Portugal, es típica la açorda alentejana, un alimento tan humilde como la propia tierra de donde procede. Quienes la hayan probado sabrán que se hace con pan duro deshecho en migas en un mortero o a mano, huevos batidos en la propia mezcla, ajo, como es lógico algo de aceite y mucho, muchísimo, cilantro fresco que es lo que le da ese perfume que tanto la caracteriza. En casi todo Portugal se comen açordas vegetales, de bacalao, de sardinas o gambas. En el restaurante Fialho, un clásico en Evora, son especialmente buenas las que acompañan al cazón de coentrada (cilantro en portugués es coentro). Como guarnición, la açorda acompañara felizmente platos de caza o de pescado.

Pan y agua fueron en otras épocas la dieta de los condenados a las mazmorras. También de la acquacotta, que el escritor sienés Federigo Tozzi (1883-1920) inmortalizó en «Con los ojos cerrados», una de las novelas más celebradas tras la Primera Guerra Mundial, admirada por Pirandello y considerada un precedente expresivo del existencialismo. No puede existir plato mas simple que la acquacotta, el agua cocida que se vierte sobre el pan cubierto de parmesano, condimentada con un sofrito de ajo y cebolla, sal y pimienta. Todo ello hervido con calma, lentamente, chop, chop, porque como se dice en la Maremma, por donde se mueven Giacco, Masa y Ghisola, protagonistas la bella historia de Tozzi,quando l'acqua è cotta l'acquacotta è bell'e cotta.

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