Se ha puesto muy de moda la etiqueta «tóxica» para referirse a personas que por algún motivo parece ser que tienen la personalidad contaminada. Se supone que si te acercas a ellas te succionarán la energía y te harán infeliz y, por ello, es muy importante detectarlas y alejarse antes de que arruinen tu vida.

Hay bastante literatura por ahí que te ayuda a identificarlas: resulta que son egocéntricas, se quejan, critican a los demás, les falta empatía, son victimistas, no tienen metas vitales y no se alegran de los logros de los demás.

Ciertamente usar una etiqueta así para catalogar al otro cuando una relación no funciona es cómodo y tranquilizador, pero a los coaches nos toca a veces ser algo incómodos. Sin ánimo de molestar demasiado, os pido que me permitáis agitar un poco esta idea de «persona tóxica». Lo primero que me pide el cuerpo es preguntarme si no hemos estado siendo, la mayoría de nosotros, «tóxicos» en algún momento de nuestra vida. ¿Siempre hemos sido altruistas y generosos? ¿No hemos tenido épocas en las que hemos sido más quejicas? ¿No nos hemos compadecido nunca de nosotros mismos poniéndonos en el rol de víctima? ¿Siempre hemos tenido claras nuestras metas en la vida? ¿No nos ha faltado nunca empatía a la hora de gestionar un conflicto?

Estas preguntas me llevan a pensar que hablar de personas tóxicas es quizás, y precisamente, tóxico, estigmatizador y, por tanto, paradójico.

Paradójico porque, si estoy en una relación, ya sea de amistad, de pareja o laboral, que no funciona bien y concluyo que es así porque simplemente la otra persona es tóxica ¿quién está en la queja? ¿quién se está poniendo en la posición de víctima? ¿quién está dejando de ser empático con el otro?

No niego, por supuesto, que el otro pueda estar teniendo esas actitudes, lo que ocurre es que, al ponerle ese estigma, uno, involuntariamente, está adoptando el comportamiento tóxico que sospecha en la otra persona y puede estar contaminando la relación de forma definitiva.

Eso no quiere decir que tengamos que mantener una relación con alguien con el que no estamos a gusto, por supuesto que no. Una persona puede estar sosteniendo comportamientos de los llamados tóxicos de forma persistente y necesitar ayuda para poder abandonarlos (el victimismo daña a los otros, pero suele dañar sobre todo a uno mismo). Y puede perfectamente ser que no seamos nosotros quienes podamos o queramos prestarle esa ayuda.

Sin embargo, etiquetar, decir «no vale la pena ni internarlo porque ella es una persona tóxica» nos puede estar robando la oportunidad de mejorar la relación, una relación, laboral o afectiva que quizás podría traernos grandes cosas a nuestra vida y, además, nos está llevando, sin saberlo, a adoptar esa toxicidad con la que etiquetamos al otro.

Más que ponernos a identificar a tóxicos alrededor nuestro, posiblemente estaría bien mirar si hay algún rasgo tóxico en nuestra forma de ser hoy en día, abrirnos al feedback que las personas de nuestro entorno puedan estar dándonos para acogerlo y plantarnos si queremos cambiar algo.

Del mismo modo, si alguien tiene un comportamiento con el que nos entristecemos o nos enfadamos quizás podamos, sin etiquetarlo de tóxico, hacérselo saber. Pues, las personas tóxicas no existen, pero todos podemos tener comportamientos «tóxicos» para otros en algún momento de nuestras vidas. En esos momentos quizás agradezcamos que la gente a nuestro alrededor nos lo diga y nos dé la oportunidad de cambiar en lugar de clasificarnos, apartarnos y marcharse.

Propongo en definitiva actuar para reducir la llamada toxicidad en lugar de simplemente alejarnos de ella pues, si no lo hacemos así, nos la podríamos acabar llevando con nosotros.