He condenado rotundamente los insultos que ha recibido la ministra de Igualdad Irene Montero, como lo he hecho igualmente cuando han sido otras las personas que han sufrido igualmente violencia política en sus carnes. Pienso, por ejemplo, en Rosa Díez cuando se le impidió por la fuerza  dar una conferencia en la Universidad Complutense de Madrid, cuando un grupo de jóvenes, entre ellos algunos que hoy se rasgan las vestiduras por los insultos contra la ministra, boicotearon el acto, impidiendo que se ejerciera un derecho fundamental como es el derecho a la libertad de expresión y opinión. Pienso también en Ana Botella, cuando Pablo Iglesias se refirió a ella como “la mujer de”, cómo único mérito laboral para llegar a la alcaldía de Madrid. Pienso en la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que recibió unos inhumanos escraches, “jarabe democrático” como le llamaban algunos, y, por supuesto, no puedo dejar de nombrar a la mejor alcaldesa que ha tenido Valencia, como ha sido Rita Barberá, cuya persecución política y mediática acabó con su vida. Ninguna de estas mujeres que he citado han sido condenadas por ningún delito, pero el juicio político al que fueron sometidas, las condenó. Resarcir el daño hecho es muy complicado.

La violencia política la han ejercido unos y otros y en ambos casos hay que condenarla, pero algunos solo se acuerdan de ella cuando son los afectados y no los instigadores.