Conocí al doctor Mariano Carsi a mi llegada al Congo en el año 1988. Acababa de terminar mis estudios de Medicina en Santiago de Compostela y Medicina Tropical en Amberes; lo desconocía todo de aquel país y desconocía muchísimo de la práctica de nuestra profesión: era sencillamente una principiante y una novata en casi todo. Él y su mujer María me acogieron en su casa, fueron mi familia, mis hermanos, mis amigos. Mis primeros meses en un continente nuevo estuvieron marcados por su dedicación y cariño; se convirtieron en compañeros para toda una vida.

Estuve allí, con el médico valenciano que había dejado hacía tiempo su tierra para ser universal, para salvar y dar vida a los más pobres de este mundo, de forma continua y gratuita, para ser en esencia lo que ha de ser un médico hasta llegar a la excelencia y mantenerla en cada uno de sus actos. Su misión, «trabajar en una sola dirección consagrando a ello las 24 horas del día: salvar vidas».

Estuve allí, con el maestro. El quirófano en el que transcurría fundamentalmente su quehacer fue la mejor universidad a la que he asistido, formación individual, gratuita y de calidad. Maestro sabio que supo que «el médico que sólo sabe medicina, poca medicina sabe». La conversación de altura en multitud de campos suponía un enriquecimiento increíble y poco frecuente: me enseñó a disfrutar de la historia con mayúsculas. Mis diez años en un hospital del interior del Congo como única médico para 100.000 habitantes fueron posibles porque él fue profesor y maestro altruista y generoso, porque quiso transmitirme lo mejor, lo más grande que tenía.

Estuve allí, con el ser humano, un hombre que supo hacer de la justicia el eje transversal de su vida, crítico con la falta de transparencia y la mezquindad, sincero y leal. Con el ser humano que se entregó por igual a belgas y congoleños, a ricos y pobres. Con el ser humano que comprendió que la generosidad sin cálculo le aportaba mucho más que la espera de ganancias materiales: una inmensidad de hombres y mujeres que «cantan su nombre en las calles de la ciudad», como decían los africanos.

Estuve allí y hoy al comprobar que es un hecho la exposición de una parte de su vida y de la del Congo al que se dedicó en el Museu d'Etnologia de Valencia (en el Centre Cultural la Beneficència) quiero afirmar que médicos, maestros y seres humanos como él hacen posible esperar en otro mundo posible. Fue la mejor bandera de Valencia a la que siempre volvió y recordó. Valencia ha de estar segura de que valencianos así valen la pena.