Un portazo, a priori, es cerrar la puerta con un golpe, fuertemente. Pero hay muchas clases de portazos. Hay portazos rabiosos, portazos por culpa del viento, por culpa de la cerradura, portazos internos, externos, dobles, sin querer, queriendo, con toda la mala leche del mundo, portazos tan fuertes que rompen la puerta. Portazos que no sirven de nada, otros que sorprenden, inesperados, que descolocan, que duelen, portazos de risa, portazos insignificantes, algunos dados con indiferencia, otros que dejan indiferente y portazos diferentes.

Hay portazos a destiempo, portazos adelantados, muchos que debieron darse antes y muchos también que no debieron darse nunca. Portazos en las narices, con retintín, amargos, sonrientes, a dos manos o con los pies. Portazos telepáticos, o dados con el corazón, o con bostezo, y portazos con música incluida. Hay portazos al principio y portazos al final.

Están los portazos muy bien dados y los descuidados. También están esos que, bien mirados, saben a gloria, esos otros que se intuyen, los portazos desesperados, los que provocan, los portazos limpios, sucios, sonoros, atractivos, de broma, cobardes, deseados... Hay portazos con historia, con denominación de origen, con marca de la casa, con el cartel ese que dice «para portazo el mío» y ese otro portazo, tan de moda desde hace unos años en España, que te dan en todos los sitios en cuanto te ven aparecer con un currículum en la mano. «Pero siempre habrá otra puerta que puedas abrir». Consuelo Jover Rodríguez. València.