Hay parajes que emergen vibrantes, que se muestran irreales por su singularidad (por su sencillez infinita) ante la mirada empañada de lodo. Vamos encontrando en nuestro devenir mundano poblaciones y lugares que ocuparán una posición de privilegio dentro de la colección sensorial, inmaterial, que nos acompaña el latido hermano. Sin embargo, lo cierto es que esos espacios terrenales suelen construirse en nuestra memoria de viaje en la amalgama (entreverados) de un determinado prójimo que les confiere la perspectiva definitiva e indeleble.

Nuestros rincones favoritos tendrán, de este modo, la frescura, la mirada, la hechura, el tacto, la complicidad, la analgesia verbal o la indiferencia (las heridas también forman parte de todo) de alguien. La dimensión humana que modifica el camino que pisamos. Qué misterio fabuloso. Un artificio universal que no recoge ninguna ley física ni matemática por el que la realidad va cambiando a golpe de latido e interacción con los otros. Un mundo que vamos permutando por otro parecido (pero ya nunca más igual) en función de una determinada expectativa generada por un prójimo concreto, distinto. Y al final, la soledad vendrá cuando el discurso de lo efímero no encuentre acomodo en el de lo material, y todos los lugares tengan el mismo sabor a nada: el sabor de las expectativas que se marchitaron o que han sido marchitadas por ese alguien que las engendró. Porque la soledad no es más que un espacio en blanco, preñado de lugares que son el mismo y de personas de trapo. Un cómic que se ha quedado huérfano de los colores esenciales. Un kilómetro cero con memoria de carretera antigua (la nuestra)!