La palabra hipócrita viene del griego hipo («debajo», que tenemos en hipotermia, hipogeo, hipoglucemia), y crita (el que separa, el que discierne). Un hipócrita sería algo así como el que, aunque diga una cosa falsa, sabe discernir lo que hay de verdad por debajo de ella. Quizá por eso el término hipócrita es el que acabó utilizándose en Grecia para los actores de teatro, los cuales, aun recitando sucesos ficticios, pretendían tener verosimilitud.

En español tildamos de hipócrita a quien afirma algo a sabiendas de su falsedad, a quien manifiesta una cosa en público y otra bien distinta en privado. Si además mantiene esa dicotomía incluso tras ser descubierto el embuste, entonces lo calificaremos de cínico, otra palabra que procede del griego kin, que significa perro (la misma que en latín can). Los cínicos fueron los filósofos partidarios de llevar una vida austera, alejada de todo interés material; se cuenta que su principal representante, Diógenes, vivía en la calle de lo que le daba la gente, más o menos como un perro. Pero por esas trampas de la etimología, hoy llamamos cínico a quien actúa con descarada desvergüenza (algo que no hacen los perros), a quien miente con descaro y se mantiene en sus trece aunque haya sido desenmascarado (nunca mejor dicho, pues los actores, es decir, los hipócritas, actuaban con una máscara).

¿Mentir? ¿Decir una cosa en público y otra en privado? ¿De qué quería hablar yo, que ya no me acuerdo? Gregorio Galán Oliver. Alicante.