Minuto 80 de partido. Un claro 4 a 0 en el marcador. Partido de juveniles de segunda regional. El balón sale por la banda y dos jugadores comienzan a intercambiar palabras, llegando casi a las manos. Los padres gritando barbaridades y el árbitro recibiendo insultos por ambas partes. Esto es lo que muchas veces vivimos en los partidos de fútbol. Llegamos a un extremo en el cual olvidamos el verdadero propósito de jugar: divertirse. Olvidamos que el jugador que tenemos delante no es nuestro enemigo, sino nuestro adversario. Y esto muchas veces se extiende a otros ámbitos, por ejemplo, el académico. Tenemos que conseguir una nota y, por este motivo, debemos pasar por encima de quién esté en medio, no importa lo demás. Hemos aprendido a ser muy individualistas y a ver las cosas como una constante competición. Creo que la competitividad sana es necesaria, porque nos motiva a dar lo mejor de nosotros e intentar superarnos. Pero, como en todo, los extremos no son buenos, y en este caso lo que nos hace es frustrarnos, a no disfrutar de las cosas y ser excesivamente autocríticos con nosotros mismos y con los demás.