Ella nunca quiso ser una heroína. Jamás se ha sentido así. Es enfermera porque siempre sintió que ese debía ser su mundo. Y lo persiguió. No le importaron los turnos eternos, las malas noches, los domingos perdidos. Ella era feliz.

Pero, de pronto, algo paró la vida y el mundo se vació de risas y se llenó de miedos. Se prohibieron los abrazos, las caricias, las distancias cortas y casi que hasta las miradas largas. Ahora quererse era alejarse y ocultar las sonrisas, respetar. Y el caos la encontró. A ella. A muchos. Y como tantos, no se escondió. Comprendió que era momento de ser y estar más que nunca. Y lo hizo.

De un día para otro cambió todo, su nuevo destino fue una UCI y allí, entre la desesperación inesperada, creó un comienzo. Y vio y escuchó y sintió. Ella fue débil, no siempre, pero lo fue. Y le dolió. Demasiado.

Para ella los muertos no eran cifras, para ella tenían nombre, cara, vidas y familias confinadas en sus casas pegadas a un teléfono que tras muchos días sonaba por última vez. Ella vio despedidas que nunca debían haber sido, no ahora, no así, no desde una línea roja a dos infinitos metros de un para siempre.

Ella aprendió. Aprendió a sonreír con los ojos y a mirar con el alma, a tocar con la voz y a curar con palabras. Y de nuevo fue feliz, porque como siempre y más que nunca, como tantos, ella era, ella estaba.

Pasaron los días, todo pareció mejor y ella volvió a su antiguo destino. Pero aún nada es real, el miedo egoísta sigue llenando un mundo vacío de vida. De conciencia.

Ella está bien pero cada día recuerda. Siempre lo hará. Se fueron el cansancio y las marcas de su cara. El dolor de sus piernas y el de su espalda. Pero no la impotencia, ni la rabia, ni la pena. Eso no se irá.

Ella sabe que esto no ha acabado. Quizás todo empiece de nuevo y pronto. Ojalá no. Pero no duda al pensar que sea como sea, que pase lo que pase, como tantos, volverá a ser, volverá a estar.

Ella tiene muchos nombres.

Ella tiene muchos rostros.

Ella soy yo.