Mayo, martes, ocho de la tarde, como siempre observo desde mi balcón a esa pareja de mendigos que sobreviven huyendo de esta crisis dentro de un cajero rescatado, su hogar. Él, unos 65 años, lisiado, en silla de ruedas y perrito negro al final de la correa. Ella, más saludable, trastos en mano siempre, enseres, pertenencias, con su frenético ir y venir a la papelera de la farola fundida a tirar cada residuo que genera, muy concienciada. Quizás alguna vez estuvieron dentro de esta sociedad autodenominada desarrollada. Mientras aplaudo pienso, quizás tengan algo que contarnos, que enseñarnos. Sigo observando, me indigna aquella gente, pues entra, los esquiva, aguanta la respiración, ni un hola ni un adiós. Mi sociedad desarrollada. Cada tarde observo, dudo ¿no debería bajar y ofrecerles comida? o una conversación sólo. Convivimos juntos pero sin colisionar. ¿Donde estoy? en mi balcón pasando la crisis. Asumida y consumida esta sociedad moderna, cívica, desarrollada, con valores pero capaz de seguir apartando la mirada, me pregunto ¿tan difícil es ponerles nombre, apellido, historias, una vida digna? No son invisibles, los hacemos, tu y yo, y sigue sin pasar nada.