Ellos son el tesoro más valioso de la humanidad. No están predispuestos a juzgar, ni despreciar, ni engañar ni envidiar. En un principio no conciben desigualdades porque no odian a sus iguales. De hecho, lo que mejor se les da es amar muy fuerte y bien. Cuando se plantea la capacidad de reinserción de los individuos más retorcidos de la sociedad, o bien el destino de aquellos condenados a la vida criminal, me gusta pensar en los niños. Ellos se encuentran detrás de cada adulto obligado a cambiar frente a un mundo cruel. Algunos crecen sometidos a la fuerza bruta, a la mala vida. Pero los niños son esperanza. En el eterno debate sobre el origen de las desgracias, ellos son la prueba de que algo bueno sigue existiendo tras los males de la humanidad.