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el YanG

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En mi pueblo pasan cosas raras. Un día aparecieron en casa dos palas de boli, patrocinadas por Piscinas Lica, un dato que aporto para que sepáis que sé de lo que estoy hablando. Excitados por el hallazgo salimos a la calle y juro que lo pusimos todo por nuestra parte, sin prejuicios, pero nada. No nacimos para jugar a boli, algo que, bien mirado, no deja de ser una suerte. Que Dios te otorgue el don de ser un talento del boli en lugar de serlo de tenis o de golf es una de las putadas más grandes que te pueden pasar en la vida. Lo más divertido, volviendo a aquel día en mi pueblo, ocurrió cuando pasamos del boli e improvisamos combates a palazos.

Entonces sí, mucho más sano.

En mi pueblo pasan cosas raras. Un día de fiestas aparecieron en la plaza unos que no eran del pueblo, pero alguien los había contratado. Empezaron a sacar utensilios de metal y de madera, con cuerdas, cuencos y esas movidas, y esparcieron por el suelo un montón de los llamados juegos tradicionales. El caso es que ni mis padres ni mis abuelos recordaban haber jugado a nada de aquello jamás en la vida, pero en lugar de echarlos a pedradas por impostores se pusieron a jugar con ellos como niños. Los niños, en cambio, pensaban lo mismo que yo: menos mal que los ingleses trajeron el fútbol y los japoneses inventaron la Play Station, porque si hubiera tenido que pasar la infancia y la juventud jugando a esta mierda, lo mismo me pego un tiro, me dedico a robar y delinquir o aún peor, igual me da por estudiar o algo por el estilo.

Si al menos admitieran como juego tradicional aquello de coger a un tío entre todos y chafarle los huevos contra la portería, aún. Pero no. No me imagino quedando con mis amigos en la colla, al salir del instituto, para lanzar aros, saltar cuerdas o encajar puzles con una mano, la verdad. Además, si lo hubiera hecho, los mismos padres y abuelos que me invitaban a hacerlo en la plaza del pueblo [y que no se acercan a un juego de esos el resto del año, todo sea dicho] me hubieran llevado al psiquiatra a ver qué me pasaba.

Con los juegos tradicionales ocurre como con tantas otras cosas: hay quien piensa que por el mero hecho de ser tradicional es mejor. Y hombre, pues no. Eso lo pensarán en todos los sitios. A no ser que alguien crea que su pueblo está ungido por la providencia, que conozco un par de médicos muy buenos para él, lo bueno y lo malo no guarda una obligada distinción geográfica. En mi pueblo, en el que pasan cosas raras, jugamos a un deporte llamado calva que consiste en tirar piedras contra otras piedras. Y si nos gusta es porque solo jugamos un día al año, porque pasa un rato y ya nos aburrimos. Y si lo inventaron no es porque sea mejor, simplemente era un pueblo de pastores en una montaña con piedras. Qué iban a hacer: pues jugar a tirar piedras, claro.

Soy dos veces campeón, por cierto, a ver si me patrocina Endavant y dejo el periodismo. Soy el Joselito de la calva: antaño niño prodigio, fui campeón adolescente, me dejé llevar por la fama, la droga y las mujeres y mi carrera se fue al carajo, pero volví a ganar hace poco cual ave fénix, más de una década después del primer título, ya padre reformado, formal y limpio. Oigan, es un historión: no sé a qué esperan a grabar un documental los de Informe Robinson.

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