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Opinión

La Bòbila

No hay consuelo, pero. Existen libros a los que regresar de vez en cuando. En "El fútbol a sol y sombra" Galeano cuenta la historia del escritor uruguayo Paco Espínola, que detestaba el fútbol y pescó por casualidad en la radio la retransmisión del clásico local

No hay consuelo, pero. Existen libros a los que regresar de vez en cuando. En "El fútbol a sol y sombra" Galeano cuenta la historia del escritor uruguayo Paco Espínola, que detestaba el fútbol y pescó por casualidad en la radio la retransmisión del clásico local, una derrota de Peñarol ante Nacional. «Cuando cayó la noche», escribe Galeano, «Paco estaba tan triste que decidió cenar solo, por no amargarle la vida a nadie. ¿De dónde venía tanta tristeza? Paco ya estaba por creer que era una tristeza porque sí, o por la pura pena de ser mortal en el mundo, cuando de pronto se dio cuenta de que estaba triste porque Peñarol había caído. Él era hincha de Peñarol y no lo sabía».

Me gusta pensar que muchos en la ciudad descubrieron el domingo que eran del Castellón y aún no lo sabían.

Pienso también que dentro de un tiempo recordaremos la Bòbila como uno de los pocos lugares en los que vimos al Castellón jugar con verdadera grandeza. El Castellón fue el equipo que siempre quisimos ser y yo, durante décadas, casi nunca encontré. La tristeza era inevitable por el desenlace, exageradamente cruel, por los aficionados, claro, por la incertidumbre que depara el futuro, y sobre todo por ese vestuario valiente que lloraba desparramado por el suelo del túnel de vestuarios, pero ningún sentimiento era mayor que el orgullo. A un chaval como Luismi que cobra [tarde y mal] unos 400 euros no se le puede exigir ganar. Se le puede y debe exigir y agradecer, a él y al equipo, el compromiso mostrado, muy por encima del que por ahí abunda a todos los niveles [honor]. Por eso lo levantó a hombros el gentío, en plena y profunda decepción. Y por eso al observar esa imagen, la de hinchas aupando entre lágrimas a quien falló el séptimo penalti de una agónica tanda, es indispensable rescatar aquella frase del presidente, no hace tanto, la de «la afición del Castellón solo sabe estar a las maduras, no a las duras».

Como sospechábamos, seguramente estemos ante la declaración más imbécil de todos los tiempos.

Gavà fue el abrazo de una pasión que te mata lentamente. El hórror vacui en cada córner. La luz pastosa y tenue de los segundos tiempos. Los bocadillos de fritanga. El sabor metálico de las latas de cerveza. Gavà fue aprender de qué va la vida ahí fuera: de aprovechar con toda la crueldad posible los errores ajenos, de susurrar lindas amenazas a oídos inocentes. De exhibir los tacos y afilar los codos. De matar para no ser matado. Gavà fue la verdad en chándal y zapatos. La palmada en la espalda con o sin puñal a mano. La ley del patio del colegio, el código de la calle, el instinto de supervivencia que reacciona a la gravedad del miedo. Esperanzas al sol y lamentos al caer la tarde. Lo peor y lo mejor de este mundo.

Gavà fue lo único que podía ser: el puto Infrafútbol.

«La fuerza para hacer ese camino la sacamos de aquel dolor». Oliver Kahn perdió una final de la Champions al encajar dos goles en el tiempo añadido. Pero ese Bayern se levantó: el año siguiente cayó en semifinales y el siguiente fue campeón, rubricando la venganza. Lo dijo Kahn. «La fuerza para hacer ese camino la sacamos de aquel dolor».

El desafío ahora en el Castellón es canalizar el dolor. Que el penalti de Antonio en la Bòbila sea la fuerza, el motor de ese camino. Y algo de eso, como un espíritu subterráneo, comenzó a germinar allí mismo.

Porque que el ascenso se convirtiera por fin en una aspiración deportiva, en un deseo sano, ya sería pedir demasiado. Insisto: abocar la viabilidad del club a lo que pase en el verde es convertir la ilusión en angustia. Un lastre emocional que seguimos pagando.

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