El fútbol profesional se ha vuelto loco, tanto, que un clube es capaz de pretender comprar por doscientos veinte millones de euros los derechos federativos de un jugador que el equipo propietario de esos derechos no quiere vender; ese mismo jugador tiene ahora grandes diferencias con el fisco español que le reclama cantidades enormes de millones de euros, a la vez que un compañero de equipo ha estado en el banquillo justiciero del que salió condenado a pagar otro saco de billetes de curso legal lo que ha resuelto como si tal cosa. Otro, de otro equipo, está siendo investigado por los mismos o parecidos fraudes, mientras le redactan comunicados vergonzantes en los que afirma ser inocente de las tropelías de que se le acusa.

Asimismo el presidente de la Real Federación Española de Fútbol acaba de pagar trescientos mil euros de fianza para salir de la cárcel, más otros ciento cincuenta mil apoquinados para la fianza y consiguiente libertad de su hijo, asimismo investigado. Casi medio millón de euros que la familia ha encontrado en un brevísimo tiempo, circunstancia particular si tenemos en cuenta que no se trata de uno o varios avales bancarios sino de dinero cantante y sonante.

En niveles más humildes de fútbol, profesional o semiprofesional, se amañan partidos, supuestamente, claro, de modo que se prostituyen resultados que convengan a según qué apuestas. Nos estamos cargando un deporte transformado en espectáculo primero y en negocio después, que solo beneficia al capital de financiero que solo buscan operaciones supuestamente ilegales, producto del otra vez supuesto blanqueo de capitales. Jamás se había llegado a situación tan preocupante, cuya solución última apesta a mafias criminales.

El ahora suspendido cautelarmente en su cargo de presidente de la RFEF y dimisionario de la vicepresidencia de la FIFA y de la UEFA está en el candelero. La condena del telediario es un hecho, la presunción de inocencia sigue vigente, pero el fútbol profesional necesita de una limpieza a fondo para que los aficionados volvamos a creer que lo que dicten los marcadores responde ciertamente al juego limpio que es lo que habíamos venido creyendo hasta ahora. Porque estamos hablando de un suceso que arrastra a millones de espectadores presentes en los estadios y a través de las transmisiones televisivas de todo el mundo semana tras semana. Alguien, con mando en plaza, debería justificar la confianza recibida de la soberanía popular y poner orden para recuperar un estado de cosas presentable. Eso, o vaciar los estadios de espectadores, tenidos ahora mismo como benditos gilipollas, necesarios al menos para poner la música a tanto despropósito.