Estos días pasados ha cobrado vigencia la otra ciudad, esa cuyas calles están abarrotas de flores a la puerta misma de cada domiciliación cerrada a cal y canto. Desde el alto caballero, al que pesca en ruin barca, todos han sido acogidos en parecida morada. Pero miento, porque también en la otra ciudad permanecen las diferencias, desde el modestísimo espacio compartido, común le llaman, a los amplios espacios debidamente dotados de notables obras de arte debidas a firmas de prestigio reconocido. Ya puestos, las calles de la otra ciudad gozan de ajardinadas avenidas atendidas por especialistas con cargo al presupuesto municipal. Y no es para menos, porque allí están aquellos que construyeron todo lo que gozamos o sufrimos los que todavía no nos hemos incorporado a la otra y definitiva domiciliación.

Nada sabemos de la actividad que allí llevan a cabo, o sí, porque mientras el sol les alumbra el día, la noche sigue siendo un misterio insondable; puesto que ninguno de ellos ha establecido jamás comunicación alguna con los que fueron familiares, amigos o saludados, a salvo lo que nos dictan los sueños en los que suelen acompañarnos mientras nos vamos entrenando para la otra vida que algún día alcanzaremos. Al fin, ese espacio de tiempo que cada noche nos sume en la nada puede ser el anticipo de la otra realidad que nos espera.

Se suponen partidas de cartas entre la vecindad sobrevenida cuando el silencio se apodera del ruido de los vehículos que pasan cerca, las teles que gritan noticias, el alboroto de las fiestas populares, mientras comentan, con voz queda, lo que va ocurriendo dentro o fuera de la ciudad de la paz definitiva. En estos días en que el calendario recuerda a los que todavía están por llegar, que algún día no tardando mucho lo harán, los propios dedican un tiempo a hacerles un hueco en las citas de cada jornada, que el tiempo es largo y las prisas no tienen sentido. Charlas amigables hablando de lo divino y de lo humano, ya sin malos modales para los que se habían distinguido por el uso de algún que otro exabrupto, sonrisas afectuosas para el novato recién incorporado y paciencia, toda la paciencia que nunca tuvo y que ahora resulta principal.

La Administración de la otra ciudad está a cargo de los que fueron funcionarios, hay alcaldes para elegir porque ya fueron debidamente entrenados en la ciudad anterior y diferente, como existen en cantidad suficiente los que fueron agentes de la autoridad local, «poliseros» habían sido apodados. Igual poliseros viene de polis, que algo de eso he oído. Los ciudadanos de la otra ciudad están libres de envidias estúpidas como las que cultivamos los de esta, seguramente porque han hecho de la relativización una condición principal.

Como quiera que allí los tiempos no se miden en horas, ni días; ni años, ni de decenas de ellos; ni centurias, cualquier asunto, por monumental que nos parezca a nosotros es una bagatela para ellos. Puesto que no lo necesitan, se han desprovisto del cuerpo que les fue acompañando en el lugar anterior. Tengo entendido, sí, que algo se tiene en cuenta para cuando el recién llegado se había portado de manera criminal en la ciudad anterior. Puesto que no puede ser condenado a galeras, porque no las hay, le tienen destinada una función particular cual es la vigilancia de la puerta principal del edificio de apartamentos y su limpieza, lo que le ocupa un tiempo, escaso, para con lo que allí se lleva. Un siglo después, más o menos, es incorporado ya a la comunidad en igualdad de condiciones.

Los domingos y fiestas de guardar, hay conciertos al caer la tarde, interpretados por artistas del pentagrama organizados en orquestas, bandas, cuartetos para música de cámara, bibliotecas con libros más leves incluso que los conocidos aquí por virtuales, escritos por grandes autores de imaginación portentosa, conocidos antes o habiéndose descubierto después una vocación que solo había sido latente.

En estos días pasados, cuando los todavía habitantes de la primera ciudad vamos a visitarlos, provistos del oportuno ramo de flores, la curiosidad les puede y se asoman a las balconadas del apartamento respectivo para contemplar el ir y venir de los propios, algunos de los cuales se incorporarán antes de lo que esperan a la otra realidad. Les hacen guiños de complicidad, que a veces son percibidos más o menos levemente y a veces no.

Se ríen a carcajadas cuando oyen hablar del cielo y del infierno, de Pedro Botero y sus llamas eternas, lo que es falso de toda falsedad. Saben, a buenas horas, mangas verdes, que nadie ha sido tan bueno en la otra ciudad, ni tan malo para que las diferencias de trato para unos y otros pueda ser tan formidable. Conocida directamente la acción del Inventor y Autor consiguiente del mundo en su globalización, las miserias de los hombres y mujeres de la primera ciudad han desaparecido. Ya no existen, ni la bondad ni la maldad, ni la malicia ni la intencionalidad. Como entre lo que se entiende por bueno o malo la diferencia es tan insignificante, lo que ellos entienden como eternidad ni está ni se le espera.

La muerte no es sino el cambio, a mejor, de lo que la imaginación de cada cual pueda entender, y es lógico, porque el Creador de todo, antes que nada, es misericordioso.