fui a ver a mi amigo Ricardo, que cayó enfermo y vive solo. Me recibió en pijama, con el pelo revuelto, sin afeitar. Le preparé una sopa de sobre que encontré en un armario de la cocina mientras escuchaba lo que le había dicho el médico: que no saliera de casa en siete días y que bebiera muchos zumos. Luego, en su dormitorio, sentado yo en el borde de la cama, escuché un ruido procedente de la habitación de al lado.

-¿Tienes ahí a alguien? -pregunté.

-No -dijo- debe de haber sido un golpe de aire, quizá la ventana está abierta.

-Voy a cerrarla -dije yo.

Apenas había comenzado a incorporarme, cuando me detuvo con expresión de alarma. Deduje que había en la casa alguien a quien prefería no presentarme y me despedí enseguida, tras desearle que se repusiera pronto.

-Llámame si necesitas algo -grité desde la puerta.

Una vez en la calle, observé la fachada del edificio, situé las ventanas de la casa de mi amigo y comprobé que estaban todas cerradas. Me quedé intranquilo y le telefoneé por la noche, pero cogió el aparato un desconocido y colgué sin decir nada. Al poco recibí una llamada desde su móvil y respondí con cierta aprensión para comprobar que al otro lado no estaba él.

-Hola -dijo el desconocido-. Ricardo duerme ahora.

-¿Quién eres? -pregunté.

-Soy el de la habitación de al lado -dijo, como si en todas las habitaciones de al lado tuviera que haber un desconocido.

No me atreví a indagar, de modo que me despedí enseguida tras ser informado de que la fiebre había remitido. Anduve, inquieto de un lado a otro de la casa, que se encontraba vacía, pues mi familia había salido de viaje. La soledad me pesaba y tardé mucho en acostarme, presa de miedos infantiles que no me visitaban desde hacía años. Finalmente, cuando me encontraba en la cama, haciendo uso de los recursos habituales para atraer el sueño, escuché un ruido en la habitación de al lado. Preferí pensar que había sido la ventana, que quizá estaba abierta, y prendí la radio para aturdirme con el ruido de una tertulia deportiva.