M i momento favorito en Castalia es el Pibe dando la alineación por megafonía, diciendo «con el número 4, Enrique», y yo haciendo la parida de amagar con levantarme del pupitre de prensa, en plan tengo que bajar al césped que me han llamado, y Aránega riéndose de mi lamentable interpretación y yo dándole un calmante y mira, a otra cosa.

A partir de ahí me sumerjo en dos horas de sufrimiento angustioso y pasivo que solo terminan con el pitido final del árbitro o, como mucho, si el Castellón llega con tres goles de ventaja al tiempo añadido. A menudo pienso por qué me gusta el fútbol si por su culpa me paso la vida sufriendo, y en primavera esto ya es inaguantable. Con un poco de suerte solo nos quedan ocho partidos de aguantarnos, pero qué partidos. Es una de esas cosas inexplicables del fútbol: nadie paga por sufrir en el cine, en el teatro o en un concierto, o casi nadie, pero cuando uno se saca el abono sabe que vivirá durante la temporada un capazo de mazazos inevitables. Deberían pagarnos por ir al fútbol. Deberían pagarnos por convivir con este martirio absurdo.

Bueno, en realidad a mí me pagan.

No todo va a ser malo. La otra noche conocí al introductor en Castalia de la canción de los canteros de Los Simpson, el primero que cantó en el fondo lo de nosoootros, nosooootros. Mi trabajo conlleva este tipo de privilegios, aunque también se cobre facturas. Hace unos meses hice un reportaje sobre Colomer -qué bien está Colo, y me alegro-, y desperté a mitad noche con una premonición: había escrito que iba a cumplir 21 años cuando en realidad iba a cumplir 22, o algo así. Evidentemente lo cambié en el digital pero en el papel no podía ser, y ya no me dormí.

Volviendo en coche de Tafalla, en junio, me prometí no sufrir por tonterías así. Me prometí que si el Castellón seguía existiendo no discutiría por lo accesorio, me daría igual si juega Héctor Bosque o Xavi Moré. Intento volver a ese momento cuando veo cosas que no me gustan, y no sé si la fórmula tiene algo de tramposo, de autoengaño, pero funciona. Quizá era demasiado ambicioso pensar que aquí no iba a ser igual, que entre unos y otros mira, la mayoría, la media verdad. Había que esperar demasiado de demasiada gente, y no será. El Castellón es como Melendi. Nos creímos especiales pero al final solo queríamos ser algo normal.