A los que ya no nos enamoramos de nada ni de nadie, o casi, nos quedan las promociones de ascenso. Sentados esperando a que llamen, rezando por que den una señal, de repente todas las canciones hablan del play-off. Los días pasan cada vez más despacio. Solamente podemos esperar.

Luego el partido a menudo no es para tanto. Vuela el balón un par de veces, chocan los jugadores otras tantas, entras en faena y mira, es un juego, hay momentos, los surfeas y hasta ahí. El partido se moldea mal que bien pero la espera es lo peor. La espera gotea la pócima venenosa del sinvivir. La espera es un estado de angustia que te sigue a todas partes. Recoges a tu hija del cole, paseas de vuelta a casa mientras te pide 'por favor no le digas a la mamá que soy una vampira', y te ríes pero a la vez te llega un flash que dice joder, el domingo qué, el puto play-off. Metes después a los niños en la cama haciendo el mongolo e inventando cuentos hasta que atraviesa tu cerebro el relámpago de la fatalidad: ay, el minuto 70 en el Narcís Sala, el minuto 70 y esas faltas laterales y esos córneres que sacarán, ay, entonces qué.

Pues entonces fútbol.

Y en el fútbol ya somos mayores para asumir que la derrota es siempre una posibilidad, que el rival puede merecerlo igual que tú. También para distinguir lo que está en nuestra mano y lo que no, para saber qué se debe exigir a esta plantilla. La exigencia es rebeldía frente a las dificultades, deseo y grandeza sobre el verde y actitud hasta el último suspiro [Gavà]. Y este año tenemos la ventaja de que la supervivencia del club no depende de un resultado. La ventaja y el privilegio de saber que pasará el verano, se gane o se pierda, y estaremos aquí otra vez, el Castellón y todos.