Si han notado cierta irregularidad en las últimas comunicaciones simiescas, es debido a que los monos hemos estado muy liados últimamente; nada grave, cosas de la selva. Pero anoche salimos a tomar una copa y nos ocurrió algo, como mínimo, bastante extraño. Dígannos ustedes si no. Enseguida comprendimos que la mayoría de bares estaban cerrados, lo que provocó nuestro inmediato disgusto. Pero cuando ya estábamos a punto de perder toda esperanza de mojar el gaznate, acertamos a ver una luz roja al final de un callejón. Casa Pepi - CLUB, chisporroteaba el cartel. Pues entremos en la casa de la amable señora Pepi, nos dijimos. Eso hicimos. En su interior sonaba ese maravilloso pasodoble dedicado a Raúl Aranda, el célebre matador nacido en Almazora por casualidad, y las únicas personas que ocupaban el aforo eran unas cuantas señoras, tal vez señoritas, incomprensiblemente ataviadas sólo con ropa interior. Se habrá estropeado el aire acondicionado, dedujimos sin darle más importancia. Y pedimos un Soberano cuyo precio nos heló la sangre. Lo acabamos y buscamos otro lugar más barato, decidimos antes de dar un trago. Y fue en ese preciso momento, cuando el brandy hizo arder nuestra garganta por primera vez durante la larga noche, que lo vimos: la única figura masculina de todo el bar. Acodado en la esquina de la barra, la misteriosa sombra de un hombre que emitía un lamento roto. Un montón de vasos vacíos. Y un bisbiseo, una letanía incomprensible. Qué diantres, pensamos, por el precio al que hemos pagado el Soberano, al menos tendremos una conversación de barra de bar, por lo que nos acercamos a él. Levantó el rostro y nos miró. Sentimos un escalofrío: su rostro no nos era desconocido, lo habíamos visto con anterioridad aunque no sabíamos dónde. Le indicó a la camarera con un leve gesto que le trajese otra copa y prosiguió con su monólogo en voz baja, que decía algo así como no es no, sí es sí, sí es no, no es sí, ¿y ahora quién va a cuidar de mí? No le encontrábamos ningún sentido a lo que decía pero era el único que no bailaba allí y a los monos tampoco es que nos guste demasiado bailar. Así que, entre unas cosas y otras, no tuvimos más remedio que entablar conversación. Entonces fue cuando nos contó su historia, cuando nos dijo cuál era su nombre: Antonio Hernando. El llanto entrecortaba su hiperventilado discurso. Se refería todo el rato a un tal Pedro, uno que es muy guapo, muy alto. Que él siempre había creído en él. El pobre diablo se sorbía los mocos que le colgaban hasta el vaso, era la viva imagen de un hombre cuya vida ha perdido todo sentido. Que no podía soportar que le llamasen traidor, gusano y todas esas cosas que escuchaba. Que a él lo habían engañado también y que, sobre todo, lo quería, que quería a Pedro. Que lo quería sobre cualquier cosa. Que lo amaba. Se rompió la camisa de un tirón. Que no era tan guapo como sus nuevos amigos pero tampoco desentonaría entre tanta belleza. Le dijimos que no pasaba nada, que seguro que el tal Pedro no valía tanto la pena. Que se buscase otro. Pero él volvió a su locura: Que no es no, sí es sí, sí es no, no es sí, ¿quién va a cuidar ahora de mí? No sabíamos cómo consolarlo, por lo que optamos por seguir bebiendo junto a él mientras tarareábamos: Raúl Aranda, todas las mocitas te vitorean, Raúl Aranda