Llevo toda la semana rumiando la columna, pero no me he sentado a escribir hasta el sábado, y el dato del día es importante. Salí de Sant Andreu sintiendo que acababa de salvar la vida tras un accidente de avión, o algo así, y después de Portugalete estaba como si hubiera sobrevivido a un tiroteo a bocajarro. El caso es que desde entonces subí a una montaña rusa emocional que no le deseo a nadie. A ratos pienso que tengo el mejor trabajo del mundo, porque hoy podré estar en Castalia dándole a la tecla, y a ratos pienso por qué no estudié algo útil, por qué no me busqué un oficio serio, por qué no estoy en un resort caribeño sin saber nada.

Llegados a este punto uno se pregunta cómo llevarlo. El lunes lo veía aún todo lejos, y usé la táctica de hacer como si no importara, como hacían las chicas con nosotros en el instituto. El martes me acerqué a un concierto para no pensar en el Castellón, pero casi fue peor porque todas las conversaciones acababan ahí, porque todos habíamos hecho lo mismo, salir para no pensar en el Castellón. El miércoles pensé que me moría, que no lo soportaba, que vaya horario, que se hará eterna la espera, que además si hay ascenso seguro que la liamos en la celebración entre nosotros, pero a medida que avanzó la tarde descubrí que mi malestar no se debía al fútbol sino a la resaca. Entré entonces al reviscolar en un momento de euforia plena, de verlo todo clarísimo, de pensar que subíamos seguro, de convencerme de que estas semanas están para celebrar la vida y disfrutarlas, hasta que desperté el jueves pensando cómo soportar otra temporada en Tercera, temiendo no salir nunca de Tercera, hundiéndome solo de imaginar otro volver a empezar en Tercera, que pasamos los mejores/peores años de nuestras vidas en la puta Tercera.

El viernes me tocó ir a la rueda de prensa de Escobar y pude hablar un poco con algún jugador de ahora, y luego por teléfono con alguno de antes, y eso siempre va bien porque entiendes cómo se las apañan para hacerlo más llevadero, con sus rutinas, con sus hábitos de futbolistas, con ese envalentonamiento que deriva de sentirse parte de un grupo, de haberlo construido durante meses, de tener lista ahora esa coraza que han ido tejiendo partido a partido, jugada a jugada desde que son niños. Asumí una actitud zen: dejarlo pasar, no fliparse demasiado, evitar ponerse intensito y olvidar lo que no depende de los que estamos fuera, es decir, todo o casi todo, y reservar fuerzas para el minuto 80 de esta noche tropical en la bañera febril de Castalia.

Lo he escrito mil veces y lo repito aunque en semanas así cuesta: el fútbol está para reirse, el fútbol está en el capazo de cosas que nos deben hacer moderadamente felices. Aprendimos que a este equipo hay que pedirle que compita con honestidad, hay que exigirle que no se rinda, y el fútbol después repartirá premios como le dé la gana. Sabemos este año que la supervivencia del Castellón no depende de un resultado, y eso ayuda. Sabemos que pasará el verano y estaremos ahí todos. Pero sabemos también que mejor si subimos, o qué, aunque sea por probar o algo.