Esplende el monzón en el subcontinente indio y los veinte millones de humanos que medio viven, medio se hacinan en Mumbai soportan con resignación cíclica estacional que las calles adquieran condición palustre mientras prosiguen con sus prácticas cotidianas pese a los 200 mm de lluvia caídos en una sola jornada. Pero estas intemperancias de las nubes suceden lejos de una España contrita que sigue tendida en el tercio del diván psicofutbolístico que no ocupan Argentina y Alemania.

Un eco paradójico, por igual de incredulidad que de pesadumbre, ha dejado el mundial, contemplado desde la óptica de España, huérfano de las virtudes casi teologales atribuidas a "la Roja": la furia, el toque-taka, la entrega de la última gota de sangre y sudor mancomunados. No dejan de sonsacarme una sonrisa los tópicos vulgares del fútbol; se alude a "la Roja" como seña de exclusividad cuando, junto con el blanco, el rojo se eleva como el cromatismo más tradicional de las indumentarias deportivas y cuando "rojo" o "roja" debe constituir el apelativo de centenares, miles de escuadras de distintas disciplinas, de múltiples países, pero que en este nuestro, donde lo identitario adquiere los brillos añadidos de la historia que nos recubre y supuestamente nos blasona, lo hacemos pasar por único, eliminando cualquier proceso de reflexión, individual, pero sobre todo colectivo, que pudiera apartarnos de esa pretendida singularidad. Somos "la Roja". ¿Cuálo? Se asombra un polaco.

El fútbol no deja de ser un machihembrado inducido de las patrias, uno de los hilos conductores más socorridos de las emociones masificadas de los pueblos, una escapatoria de la fragilidad de vidas encadenadas a la rutina, en no pocas ocasiones a la precariedad. El fútbol como argumento de evacuación de los sueños personales que nunca dejarán de serlo, como idolatría hacia unos protagonistas, los jugadores, simples como botijos una mayoría más allá de sus habilidades con los pies, que poseen esos bienes materiales que sus admiradores nunca alcanzarán por talentos que atesoren, que gozan de unas vidas reconocidas y que promueven a la envidia en cualquiera de sus numerosas variables

Al otro lado del diván, en el de escuchar y diagnosticar, libreta o tableta en mano para anotar causas, consecuencias, errores o discrepancias, solo Dios, de existir, podría poner de acuerdo a tantos sabios del a posteriori que afirman ellos ya advirtieron, que ya predijeron la debacle, que si no somos los mismos, que si relevo generacional, que si Iniesta tal, que Maradona es un borracho, que si el borracho soy yo, que no beso como me gustaría?

Sin embargo, lo oneroso para la naturaleza humana se concentra en el duelo sostenido de una eliminación futbolística frente a la indiferencia, también sostenida, ante los cadáveres de parias de la creación que el Mediterráneo deposita incluso en las costas de esta España doliente y analítica solo en lo que concierne al deporte rey, y valga el tópico. A lo sumo, a los más sensibles, se les manifiesta el rictus de la tristeza durante algunos segundos, minutos los más heroicos, para subsumirse después en la tertulia patria de si Florentino Pérez se revela menos español todavía de lo que finge.

Puede que fuera Stalin, puede que se lo chivara alguno de sus community manager de entonces, que la muerte de una persona supone una tragedia, la de mil, una estadística. Y a esa segunda parte del aforismo hemos reducido la muerte o la emigración de los menesterosos, de los alejados, de esos que soportan a diario el monzón de la miseria exponencial: a estadísticas. Nos complacemos con los resultados si la cifra de migrantes o de ahogados ha descendido con respecto a pasadas temporadas de capturas de cadáveres o, por el contrario, si las magnitudes aumentan y oprimen el estatus occidental de vida acomodada, los países se reúnen para tomar medidas coercitivas tendentes a electrificar el agua marina para que la mortandad no solo sea mayor sino más anónima, alejada de los informativos que promueven, con la mera lectura de la noticia, ese rictus de compunción momentánea al que aludía, y que interrumpe el acaloramiento de la discusión futboleril y la ingesta de ese soma que narcotiza sociedades.

Algunos recurren solo a la historia cuando el fragmento que escogen se adecúa a la defensa de sus posiciones y los mismos que execran de las prácticas acogedoras del Gobierno español en asuntos de migrantes errantes, que no dejaron de ser una puntualidad publicitaria institucional en el caso del Aquarius, desoyen (quizá porque siguen siendo descendientes ideológicos de los represaliadores) que acaeció un éxodo masivo de compatriotas que se vieron obligados a huir de España cuando la finalización de la Guerra Civil para no contribuir con su desbarajuste celular, al incremento de los 120 000 fusilamientos que Franco hizo sedimentar en las cunetas. No sumaron menos de un millón. Pobres, gringos miserables, como los calificaron en México, Argentina, Uruguay, Chile, atestando barcos que atracaron en países muy alejados sus estándares de riqueza de entonces de la que hoy exhiben, y restriegan, los imperios de una Europa mezquina que solo funciona como mecanismo supranacional en lo económico.

Un movimiento de inclemencia hacia el mendicante territorial, un laissez faire en lo que atañe a humanidad, sacude los cimientos de una UE que se resquebraja como tantas ligas de naciones que el mundo hubo y que acabaron por disolverse, del mismo modo que los desiertos acabaron engullendo a ciudades que sus contemporáneos creyeron imperecederas y hoy asombra el descubrirlas a decenas de metros bajo la superficie tenaz de la Tierra, siempre propensa a la transformación, a deglutir la historia y convertirla en humus arqueológico.

No quiero pertenecer a una UE customizada solo para los balances, una UE en la que ahora se estila el que los países exhiban músculo protector de las identidades nacionales, sin permitir la afluencia de otros congéneres transidos por la depauperación en unos países de origen esquilmados en su día por quienes ahora desprecian a esos migrantes que apuestan su vida por un centro de internamiento masivo en el caso que consigan desembarcar su hipotermia en aguas prósperas.

La muerte masiva de los pobres produce una bocanada de fastidio en los ricos. No observo un comunicado oficial de los gobiernos, siquiera un tuit, por cada uno de los cadáveres rescatados en las aguas jurisdiccionales de la indiferencia; en cambio, los países más intransigentes se han enrocado en su repudio y lo ejemplifican ante sus correligionarios como una seña de identidad de su nacionalismo vindicante.

Una epidemia de desafección ventea esta Europa que se descose por el uso, pero pronto comenzará la pretemporada, y los fichajes de verano, y las revistas del miocardio recogerán los paraísos donde vacacionan esos futbolistas ahora denostados y de nuevo un perdón visceral y subconsciente aflorará en el español de raza que se tornará vítor en la próxima parada o cuando el regate indescriptible o cuando alguno de los hoy denostados se bese el escudo de su club tras un gol.

Mientras, el monzón, ajeno a nimiedades humanas, ha vuelto a dejar caer 200 mm más de lluvia sombre una Mumbai lejana, casi inexistente.