Imagínense dentro de una nave que va camino de Marte, con todo lo que supone de presión, de dificultad y de tiempo juntos en un espacio tan reducido. Imaginen ir con alguien que al primer ruido raro o a la primera vibración extraña, comience a ver que algo va mal y que todo irá a peor. Piensen estar varios meses con alguien que vea el mal, el desastre y la catástrofe, al mínimo indicio de peligro. Ahora piensen que están en un situación de crisis verdadera, de esas que si te pueden poner en un aprieto.

No es que estés lanzado y sin remisión para chocar contra un asteroide, pero sí que estás entrando en una zona que puede ser peligrosa. En ese momento, y si yo estuviera en esa nave, desearía que el que lleve los mandos tenga la mayor tranquilidad y la mayor pericia posible. Que fuera el más preparado, el más hábil y el más responsable que se pudiera. Pero lo que me gustaría es que fuera alguien positivo, alguien que viera siempre las cosas desde el lado más benévolo.

Ello no quita que sea un irresponsable, que viendo la catástrofe siguiera pensando que es una broma. Pero la verdad es que si analizamos el camino de la nave amarilla, la situación es la de estar en alerta. Se ha entrado en una zona de turbulencias y es factible que el rumbo cambie, lo que complicaría el viaje y mucho. Ante eso hay que tener claro que hay que hacer las cosas bien, hay que tener el pulso para equilibrar el rumbo y salir lo menos dañados posible. Pero también hay que dejar que el que lleva los mandos tenga la tranquilidad para evaluar la situación, el temple para reconducir la nave y la confianza de los que le rodean. Y no contar con un grupo de histéricos pesimistas enzarzados en la angustia y el miedo a las primeras de cambio, por algo que puede pasar, pero que ahora mismo no es ni mucho menos una certeza absoluta.