Los medios de comunicación aprovechan cualquier grieta en los contenidos de sus informativos, y si no la esculpen, para catalogar como populistas no solo a partidos como Podemos, sino a prácticas de otros que simplemente son contrarias a los ditirambos del gran capital que los sufraga.

Casados, Riveras y otros salmones advenedizos de la intolerancia con siglas, califican de populismo a cualquier política destinada a corregir las precariedades de los más desfavorecidos promovida por alguien distinto a ellos, en particular a las de los partidos de izquierda, incluido el PSOE. A demasiados tertulianos, presentadores y entrevistados populacheros extractados “al azar” solo les falta enfatizar el silabeo cuando pronuncian po-pu-lis-mo para amedrentar a los receptores, muchos de los cuales tendrían serías dificultades para explicar el significado del concepto y, en última instancia, el porqué de la perniciosidad que le atribuyen los emisores.

La reiteración de su uso y el énfasis en la dicción ha acabado por demonizarlo ante esa plebe que ha escrito mil tuits en el último año pero que no se atrevido a leer un solo libro. Po-pu-lis-ta, declama Casado con las comisuras inflamadas para asustar a mi madre. Po-pu-lis-ta, canturrea Rivera con incendios en el timbre cuando advierte de las plagas por sobrevenir si las izquierdas, incluida la del PSOE, que viene con un carraspeo bajo las siglas, abrazan el poder, incluso a pesar de que Madrid o Barcelona, gobernadas por el enemigo, solo están “sucias”, que es el mantra pegadizo que pregonan para desacreditar a los consistorios.

Sin embargo, pese a la evolución y a la radicalización de las posiciones, pese al avivamiento calórico de los discursos de un líder Popular que necesita posicionarse de más entre los españolazos de patria y cartabón, el término fascismo no se menciona como atributo ideológico de determinadas actitudes, proclamas, programas y discursos en ningún informativo, por apenas tertulianos y los que lo hacen suelen pisar el suelo prudente de lo odioso que resultan las comparativas.

Pues sí, una bocanada de fascismo, adecuado a los tiempos, suavizado de envoltorio que no de instintos, no solo subyace, sino que es perceptible en la saliva de Casado. ¿Las evidencias? : una exaltación del Estado como garante único de libertades, recentralizador, desatendidas las lenguas y competencias educativas de comunidades históricas, para adoctrinar mejor; una humillación continuada de los nacionalismos que no son el español, exacerbado hasta la náusea para quienes nos sentimos fatigados de esta patria tan suya; una repulsión hacia el foráneo, disfrazada bajo eufemismos de control de inmigración y similares; una sublimación de los símbolos, de la bandera en especial y una represión feroz a todo aquel que no se someta a la grandeza de España, con una alusión continuada (que no parece solo electoralista sino endógena) a la aplicación de un 155 reforzado que controle los medios de comunicación propios catalanes y los libros de texto. Aliñando lo anterior, una permisividad, por silenciosa, con la violencia de aquellos grupos que se manejan con los brazos en alto, con los himnos fascistas en flor, con los puños fáciles contra el disidente de tanto orgullo cañí.

Pero hay más, más manifestaciones del tabú que representa el pronunciar abiertamente las palabras fascista o fascismo. Las recientes elecciones en Brasil, en las que Bolsonaro fue el candidato más votado en la primera vuelta, no han hecho aflorar tampoco en los medios españoles el término para adjudicárselo sin pudor al blanco exclusivista que ha reiterado en las entrevistas su aversión por los negros y su sentido ario de Brasil. En evitación del uso del hiperónimo, de fascista, se han servido de eufemismos, de calificativos de homófobo, sexista y algunos más leves, pero el vocablo tabú no ha sido escupido públicamente en los titulares de los grandes medios.

Y es que una versión dos o tres punto cero del fascismo está de moda. Pese a que siempre ha residido en estado de latencia entre un sustrato de la población, la entronización de Trump y el notable crecimiento electoral de partidos ultraderechistas en países avanzados como Francia, Holanda, Austria, Grecia y algún otro, posibilitó la retirada masiva de caretas y quienes simpatizaban con él concepto se vieron reforzados con el refrendo ajeno.

Sin duda, el capital, el gran capital, se siente más cómodo en regímenes más próximos al fascismo que a los regulados por el progresismo de izquierdas, siempre presto a recortar beneficios de empresas y corporaciones, de ordinario tendente a favorecer a los fracasados que no tienen acomodo en la competitividad capitalista, y es por eso que controla los medios y dicta líneas de comunicación que los grupos de opinión pública, supervivientes gracias a la magnanimidad de sus patrones financieros por no ejecutar la deuda, deben sumisión ideológica a sus pagadores y si no hay que llamar fascismo al neofascismo, pues se calla, se inventan eufemismos nuevos y se atiende de más a los exhuracanes reconvertidos a meras borrascas para distraer al personal.

Se percibe una acentuación progresiva del odio y de las emociones como el instrumento más eficaz para el control y el amaestramiento de las masas. Solo hay que recalar en la sección de comentarios de El País en aquellas noticias relacionadas con Cataluña o con Podemos. Una bilis mayoritaria expele en las intervenciones, frívolas unas, razonadas otras, eruditas algunas, pero demasiadas contaminadas por una sugestión azuzada por los que no se sienten incómodos en esos escenarios neofascistas descritos. La polaridad de la sociedad parece irreversible.

Españoles contra catalanes, solo que los primeros quieren mantener bajo su égida a los segundos y una parte significativa de estos (¿cuántos? ese es el miedo, a que haya más esteladas que rojigualdas) persiguen darle la espalda a España. A la tenencia a la fuerza se la llama autoritarismo, a lo que pretende ese número incierto de catalanes cabría referirlo como emancipación.

Polaridad sobresdrújula entre conservadores contra progresistas, y aunque esa siempre ha estado ahí, las posiciones de unos y de otros se han enconado con la aparición de Podemos y Ciudadanos. Retornando a los foros de El País, Pablo Iglesias ejerce de diablo entre los clásicos de la sección y ahora Pedro Sánchez ha sustituido a ZP como el peor presidente de la historia de la democracia y más allá. Se olisquea que no pocos de los que intervienen lo hacen bajo el auspicio remunerado de PP y C’s, para contagiar el odio y el amor a la idea de patria rayana en ese fascismo con el que ambas formaciones coquetean.

Mientras, iluminados consumidores de amanitas muscarias, alucinan con las bondades de los españoles del XV y del XVI cuando descubrieron por azar un continente y se cebaron con él. Ese, también, es uno de los síntomas del fascismo, presumir de genocidios, exaltarlos y volverlos, a través de la distorsión, legendarios. Y algunos, fiesta de honrar y de guardar.

Quizá Casado esté llamado a descubrir, por fin, la Atlántida.