Hace unos meses, mi madre puso la tele y apareció Quique Peinado. Mi hijo señaló la pantalla y gritó ¡Papá! El otro día lo llevaron al cementerio y vio un Jesucristo esculpido en una lápida. Mi hijo volvió a señalar y a gritar ¡Papá!

Se podría decir que estamos mejorando.

Se podría decir y digo que ya es inútil resistirse a Halloween. Cómo no iba a triunfar aquí una fiesta que da caramelos a los niños y excusas para beber a los adultos. El secreto para casi todo es justo lo del pop, lo de Joaquín en el Betis o lo de Halloween: gustar un poco a mucha gente en lugar de gustarle mucho a pocas personas. En el fondo son estas cosas sencillas e intrascendentes las que van forjando una vida ligera y feliz. Hay quien se hace periodista para salvar el mundo, y no me refiero a los que trabajan en El Mundo, que esos bien. Yo me conformo con no cagarla demasiado y llegar a casa a tiempo para ver al menos un capítulo de The Office, que mi mujer se enfada si los veo sin ella y si aparezco tarde está dormida en la cama.

Por mucho que digan los manuales de autoayuda, los realities de la televisión o los agitadores profesionales de masas, la mayoría no estamos hechos para pasar a la Historia. Yo voy en coche, llego a un paso de cebra y paro porque aparece un peatón y cuando está a mitad cruzar llega otro y luego otro y otro y otro y pienso, joder, soy buena persona pero ya os estáis pasando.

Si yo fuera Vinicius Jr me habría retirado el sábado, después del no-gol al Valladolid. El muchacho del Madrid tiene dos caminos a mano para convertirse en un mito del deporte. Uno es largo, inseguro y laborioso. Uno es casi un milagro: varios lustros de carrera profesional, jugadas de mérito y goles decisivos, varios lustros de renuncias vitales y esfuerzo innegable, varios lustros de presión mayúscula, dieta estricta y capazos de golpes. El otro camino se me antoja infalible, asequible y corto. El otro camino es un atajo terrenal: colgar las botas en pleno hype a los 18 años. Primero le harían un Informe Robinson y luego un documental en la ESPN. Después alguien le escribiría una biografía con póster y ya está, Vinicius, a vivir sin madrugar para siempre, repitiendo la legendaria historia que quieras, pidiendo comida a domicilio y dando charlas en universidades.

Cuando lo máximo es lo mínimo que esperan de ti, tienes un gran problema, tienes un problema serio. Lo tiene Vinicius y lo tiene también el Barça de Valverde de alguna manera. El año pasado ganó un doblete y como si nada. Ahora va líder, pero todo lo que no sea un cuadruplete será poco, y no solo ganarlo sino hacerlo de una forma determinada. No solo lucha contra el palmarés del Barça de Guardiola sino contra el recuerdo siempre tramposo e idealizado que queda en la memoria. El fútbol de hoy ha convertido lo que era una excepción en un anhelo de norma. Ganar la Copa de Europa era un sueño que alcanzarías quizá antes de morir, algún día. Ahora es tarea obligada.

En 2004, Otto Rehhagel ganó la Eurocopa con Grecia y todo el mundo dijo que había sido un milagro. En 2008, sin marcar un solo gol, cayó pronto eliminado. El anciano entrenador Rehhagel recordó entonces que lo raro había sido lo de 2004, no lo de 2008, que una Grecia campeona solo pasa una vez en la vida: «Por eso se llama milagro».