En la guerra civil española milicianos del Frente Popular, de diverso pelaje político, hicieron famosas frases tales como «Madrid será la tumba del fascismo». Y aquella más popular del «No pasarán», copiada por la potente propaganda comunista y atribuida a Dolores Ibárruri La Pasionaria. En realidad su autor fue el general francés que dirigió la defensa de Verdún. La contienda cainita española, iniciada con un golpe de Estado, ocasionó quinientos mil muertos para unos historiadores y un millón para otros, incluido el escritor José María Gironella del que recomiendo la lectura de su trilogía: ‘Los cipreses creen en Dios’, ‘Un millón de muertos’ y ‘Ha estallado la paz’.

Setenta y nueve años después del final de aquel horror, que fue precedido por cuarenta años de dictadura, vuelve a la calle el ardor revolucionario reverdeciendo el grito de «Sevilla será la tumba del fascismo» entonado por centenares de estudiantes con el puño en alto. Reacción producida en otras ciudades andaluzas, horas después de que Pablo Iglesias, líder de Podemos, llamara a la movilización para hacer frente «al fascismo». Al día siguiente Iglesias cambió el discurso (aunque manifestó sentirse orgulloso por la irrupción en la calle de los estudiantes puño en alto) y dijo que hará todo lo posible para frenar «al fascismo en las urnas». Empero, el efecto de la primera llamada a la movilización ya había dado sus frutos. Veremos cómo evoluciona el efecto de la irresponsable petición que, además de comportar un alto riesgo para el orden público, supone una falta de respeto democrático hacia los cuatrocientos mil andaluces que han votado a Vox con toda legitimidad. Mucho me temo que la nefasta estrategia de Podemos va a contribuir al crecimiento de la ultraderecha. Tesis que parece compartir Íñigo Errejón al apresurarse a decir que los votantes andaluces de Vox no son fascistas. Ejemplo de cordura de la que están huérfanas las huestes podemitas, hoy bajo el cesarismo de Iglesias, simpatizantes de las dictaduras comunistas.

Los doce diputados autonómicos de Vox surgen de las urnas, por ello resulta inquietante que desde la izquierda más extrema el mensaje sea parar a la formación que lidera Santiago Abascal. Sólo hay una forma de parar a un partido que concurre a las elecciones en el seno de un país democrático, convencer a los ciudadanos para que no lo voten. Propiciar la algarada en la calle lleva irremediablemente a la crispación social, camino peligroso de final impredecible. Estamos en manos de políticos de medio pelo, entregados a la megalomanía y alguno, versus Pablo Iglesias, incapaz de esconder la verdadera esencia del posicionamiento político que representa, entre el estalinismo de zapato en mano de Khrushchev y el populismo uniformado de Chaves. Atizando los instintos de los universitarios, la mayoría carentes de la necesaria cultura en general y de la política en particular, por no hablar del déficit de conocimiento de la historia de nuestro país, el resultado es reverdecer las dos Españas que en los años treinta del siglo pasado nos llevaron a la mayor de las tragedias.

He tenido la inmensa suerte de haber vivido la Transición y estrenado mi derecho al voto en el referéndum de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978. La generosidad de franquistas y demócratas (entre los primeros destacan Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda) logró propiciar un cambio de régimen ejemplar, bajo el auspicio de Juan Carlos I, para sorpresa del mundo libre. Felipe González, el más destacado político y estadista español del siglo XX, acabó de consolidar el estado de derecho acallando los sonidos de sable que precedieron a la intentona golpista del 23-F, llevando al país a inopinadas cotas de desarrollo y prestigio internacional. Merced a una certera gestión de gobierno que propició la modernidad. Sabiamente atendió las demandas de los profesionales de la milicia y modernizó las fuerzas armadas. En aquellos apasionantes años la palabra libertad vibró con fuerza hasta convertirse en sólida realidad, ahora añorada en ocasiones. Nunca los españoles gozaron de un periodo de mayor libertad. Ayer mismo, en Alicante, el President Ximo Puig definió el fructífero periodo de La Constitución: «Los mejores cuarenta años de nuestra historia», significando que «este país ya no tiene que ver nada con la España en blanco y negro del franquismo». Puig animó a defender la democracia frente a grupos anti constitucionalistas sin abandonar la senda del estado de derecho.

En la Transición, en estos momentos cuestionada por oportunistas de la política profesional de izquierdas y revisionistas revestidos de intelectualidad, personajes tan equidistantes como Santiago Carrillo y Manuel Fraga comprendieron que el entendimiento era el único camino. Cuarenta años después del sí a la Carta Magna, el partidismo sin escrúpulos, desde la izquierda radical de Podemos al independentismo golpista, se afana en socavar aquel tesoro que tanto bien nos deparó. La reacción irresponsable, cabría calificarla de delictiva, protagonizada por Pablo Iglesias es el mejor abono para que fructifique la ultraderecha. Resulta preocupante ver a miles de estudiantes salir a la calle con actitudes violentas al grito de parar al fascismo. Grave despropósito que tira por la borda todo cuanto aprendimos en la Transición y que nos condujo pacíficamente por las alamedas de la libertad. Volver al fondo de los versos de Machado, con las dos Españas saldando cuentas, además de un error es un horror.