La tarde anterior al 14 de diciembre de 1988 ya se notaba la agitación en el ambiente. Nadie sabía lo que iba a suceder al día siguiente, pero todo el mundo tenía claro que, pasase lo que pasase, iba a tener consecuencias sociales y políticas. El 14-D fue la primera huelga general de la democracia, convocada por todos los sindicatos, contra una política laboral del gobierno, en aquellos años presidido por Felipe González, que era claramente beneficiosa para la patronal y los intereses de las élites económicas.

A las doce en punto de la noche, TVE pasó a pantalla en negro y este fue el pistoletazo de salida, la carga de adrenalina que los miles de trabajadores que abarrotaban las sedes sindicales necesitaban para comenzar una huelga, que fue un hito en nuestra historia reciente y de la que ahora conmemoramos su treinta aniversario.

Recuerdo que pasé toda la noche en un gran piquete de banca, que circulábamos por el centro de Madrid, un centro desierto, más desierto que nunca, como lo fue todo el día siguiente, pues la huelga fue un éxito sin paliativos, con miles de centros de trabajo cerrados e incidentes de poca monta. Entonces, todavía pensábamos, que sólo con la unidad y la fuerza de los trabajadores se podía conseguir una calidad de vida digna, y que en democracia los conflictos se solucionan mediante la negociación, pero también mediante la presión social. Pues nadie regala nada, si antes no se ha luchado por ello. Pero también nos dimos cuenta que las élites políticas, de una manera o de otra, siempre son más condescendientes con los poderosos, que con los débiles.

La huelga fue un éxito -el país entero se paralizó- y no hubo incidentes reseñables, también gracias a que, por aquel entonces, la democracia española era un régimen vigoroso, sumamente respetuoso con los derechos y libertades de la ciudadanía, entre ellos los sindicales y los de los trabajadores. No hubo grandes altercados con las fuerzas de seguridad ni arrestados por ejercer el derecho a la huelga y su difusión. La sociedad española vivía la democracia como un ejercicio de libertad y creía en ella como fuente de una distribución de la riqueza más justa. Por eso, el 14-D fue un hito y por eso, desde ese momento, desde los poderes conservadores y afines del Estado empezó la gran campaña de desprestigio de los sindicatos, que dura hasta hoy, al señalar a estos como elementos distorsionadores de la convivencia laboral, que impiden la libre elección de los trabajadores, individualmente, de sus condiciones de trabajo. Para dividir y reducir la fuerza de la clase trabajadora, que mejor que desprestigiar a los sindicatos. El poder sabe muy bien que con sindicatos débiles, los trabajadores son más manejables, porque no hay nadie que los organice y canalice sus reivindicaciones.

Pero al margen de todo esto, la pregunta que deberíamos hacernos es si hoy, treinta años después, sería posible un 14-D. Motivos para ello no faltan. Sin embargo, más allá de las precarias condiciones sindicales que existen en el mundo del trabajo actualmente (ahí radica el éxito de la gran campaña neoliberal contra los sindicatos empezada hace años), lo que deberíamos plantearnos es si nuestra democracia hoy sigue teniendo unos niveles de libertad y derechos civiles, como para soportar una huelga general.

Mucho me temo, que la convocatoria de una huelga general hoy, desataría una represión desmedida y el encarcelamiento de decenas de sindicalistas, como ya viene sucediendo en España desde hace años. Por ahí, la democracia hace aguas, casi inundaciones, porque para el poder actual, si no se remedia con una nueva legislación menos represiva y una actitud más respetuosa con la libertad, cualquier comportamiento, por muy pacífico que sea, que atente contra sus intereses de clase y de cuenta bancaria, hay que reprimirlo y hacerlo invisible.

El 14-D fue un acontecimiento cívico y democrático del que deberíamos aprender como ciudadanos y como trabajadores, que es lo que la mayoría de la población somos. Quizá, en ese pasado que hoy conmemoramos estén algunas de las respuestas a los males que tiene hoy nuestra sociedad, empobrecida y temerosa de un poder, cada vez más altanero y cruel. Esa es la consecuencia de la anulación de los contrapoderes sociales que deben equilibrar una democracia.