Las muertes ajenas, máxime las femeninas ocurridas desde el móvil de la violencia sexual, ocasionan una respuesta colectiva, visceral, directamente proporcional al número de horas informativas emitidas desde la desaparición de la víctima hasta la localización del cadáver y sucesivas reacciones. El análisis parece estar revestido de una asepsia emocional que no es tal, pero que tampoco se revela superior, en el caso de Laura Luelmo, al de otras muertes de mujeres a manos de sus parejas que no han disfrutado del eco mediático de la profesora zamorana.

Sucedió parecido con el niño Gabriel, cuando el dolor patrio se multiplicó por ene respecto al provocado por otros niños igualmente asesinados, como consecuencia de la fatigosa cobertura de unos medios macabros, conocedores de las debilidades emocionales de una masa ávida por consumir tragedias ajenas y condolerse por ellas pese a desconocer a las víctimas.

Nos acaba doliendo aquello que nos irradian, aquello que excita de más nuestras neuronas adscritas a lo íntimo. Apenas si nos remuerden o, si lo hacen, la sacudida dura tan solo unos segundos o minutos, los quince niños yemeníes desmembrados por un bombardeo saudí, o las docenas que perecen de malaria, todavía, a diario, en cualquier esfínter de África. Pero llegó la tragedia televisadas del niño Gabriel, tan desconocido como los yemeníes, y parecía más humano experimentar un cisma de dolor sobreagudo por él porque se había introducido en las cocinas y en los salones. Y como resultado de este cálculo de la congoja mancomunada, aparecieron los manipuladores de crisis y de almas, disfrazados de plañideras democráticas representativas, esos que hacen ondear lo totalitario en cada esquina, y aprovecharon la epidemia de ira popular para reivindicar lo suyo, lo drástico, lo inclemente, y solicitaron la prisión permanente revisable como eufemismo de la cadena perpetua y aun así tuvieron que reprimirse para no demandar la pena de muerte o los juicios sumarísimos, que realmente parece lo que les nace de su sino ideológico, puesto que no se les ha escuchado renegar o condenar a su mentor dictatorial más próximo en el tiempo: su generalísimo Franco.

Un nuevo estallido de clamor popular se ha extendido por las redes sociales en el asesinato de Laura, pero mucho antes de que la oficialidad se pronuncie sobre los detalles de los hechos, el pueblo ya se ha ocupado de probar, juzgar y condenar a cualquiera que hubiese podido pasar por El Bonillo.

Y las redes sociales eclosionan de solidaridad improductiva pese a la buena voluntad. Y retornan los mantras de endurecer las leyes, de reeducar a los jueces, de ampliar las cárceles, de introducir los porsiacaso como móvil de alejamiento, de encarcelamiento; de castrar químicamente a los condenados por crímenes o tentativas sexuales. Y una doctrina jurídica populista, esta sí, retroalimentada, a menudo absurda, no pocas veces líquida de argumentos, se entromete por el consciente colectivo y desata por igual pánico que ira, y ninguno de estos sentimientos contribuye a rebajar las cifras de caídas de la vida por la aberrante condición humana y sobremanera la masculina.

El asunto de las muertes violentas de mujeres no es un asunto únicamente español. Conviene abrir el campo. En Alemania sucumbieron 147 en 2017, 107 en Francia y 135 en Reino Unido, países que superan en PIB, en salario mínimo y también en esta estadística de la truculencia a España, y de largo, duplicando o triplicando las cifras nacionales en proporción a las poblaciones respectivas. Existen muy pocos países en Europa donde los ratios de mujeres asesinadas con respectos a la población sean inferiores a los nuestros (Eslovaquia, Escocia, si fuera país, y Letonia)

¿Y si estuviéramos haciendo, en España, algo bien en materia de protección a las mujeres?

¿Y si los jueces no fueran tan arcaicos como supone un colectivo feminista popular en su vocinglerío no pocas veces falto de rigor? ¿Y si las leyes no fueran tan laxas? ¿Y si los recursos económicos resultaran aceptables? ¿Y si la Policía y Guardia Civil guardaran un cuidado especial sobre el asunto? Sí, replicará cualquiera, pero murieron ellas, 44, en 2017; son demasiadas, incluso una es demasiada, podría esgrimir cualquiera también. Pero la contrarréplica no es otra que adjudicar la barbarie a la propia condición humana y más específicamente a la masculina, a la execrable condición masculina detonante de todas las guerras que en la historia han sido, inventores de todos los deportes de contacto, de los torneos, de cualquier acto lúdico, deportivo, social en los que medir testosterona, bíceps, reflejos: hombría en definitiva, una hombría que no pocas veces ha sido admirada y escogida por la mujer en detrimento de la debilidad de los perdedores.

Si Gandhi afirmaba que solo la paz es el camino, en este caso solo la educación, sostenida en el tiempo, razonada, sin histerismos de masas intoxicadas por movimientos airados, fundamentalistas; desde la serenidad que da el saberse una especie dominante acostumbrada a imperar, incapaz de salirse en demasiadas ocasiones de su propia herencia genética, cultural, atávica, que cuando se alía con la perturbación de un porcentaje mínimo de individuos, mayoritariamente masculinos, la tragedia de la violencia sin retorno está servida.

Se necesita que el machismo, más bien sus prácticas, sean erradicadas de la sociedad, sin atenuantes, pero del mismo modo, para que eso se complete, se debe educar el feminismo, templarlo como movimiento exaltado para que no genere un efecto contrario al deseado y que dé pie a que partidos como “ESO” hayan irrumpido en Andalucía con 400 000 votos, no todos masculinos y con un escepticismo hacia las cifras oficiales que acongoja.

No todo vale en defensa de las inexcusables libertades de la mujer. No todo vale para conseguir esa igualación intergenérica para la que va quedando menos cada vez. La ponderación también es un camino.

Relativizar, comparar, saber de dónde provenimos, saber quiénes somos, discernir los propios eslóganes y no dejarse impregnar por los del prójimo, debería ser el primer estadio para reducir, como así viene ocurriendo paulatinamente año tras año, el número de muertes de mujeres a manos de hombres perturbados, enfermos, imposibles demasiadas veces de prever sus comportamientos homicidas.

Cuando escribo, todo apunta a que Laura murió a manos de uno de esos depredadores trastornados que continúan vigentes entre los sapiens. Transcurrirán los años ¿doce, veinte? y las estadísticas de muertes en Occidente por violencia de género constituirán una anécdota, pero los 26 años de Laura siguen siendo muy cortos para morir, para morir así.