Está el día que igual llueve o igual no, y aquí me veis, mirando al cielo por la ventana para afrontar una de esas decisiones trascendentales en la vida de cualquiera: ir al fútbol andando o ir al fútbol en coche. A mí me gusta ir andando: bajar por la ronda a paso ligero y cazar conversaciones ajenas al vuelo. La actitud en la previa de un partido dice mucho de una persona. Yo por fuera soy a menudo optimista, pero por dentro me asalta siempre la posibilidad de una catástrofe. De camino al campo se escucha de todo, del «hoy metemos tres» al «hoy nos meten cuatro», pero gobierna siempre una sensación festiva, un hormigueo juguetón, una alegría expectante y reposada, la alegría justa que va de la primera a la segunda copa, el momento exacto en el que todo es aún posible, el momento antes de la realidad desbordada.

Ir al estadio es un acto en sustancia feliz porque es el último acto del fin de semana. Volver del estadio es por contra el primer acto del lunes, el primero del inicio de la siguiente semana. No se siente tanto la crudeza de una vida como al salir del campo tras una derrota, regresando a casa, pensando en todo lo que has de hacer mañana.

En el brete, en la duda de ir o no ir al campo en caso de lluvia, recomiendo ir siempre. A veces da una pereza enorme, sobre todo si el partido es televisado. A veces no hace falta ni televisión porque basta con pensar en quedarte en casa dándole al Football Manager y escuchando el partido por la radio. Pero hay que ir por una cosa. El sentimiento de culpa es fatal en caso de derrota. No se puede con ese remordimiento. Hay que ir porque si vas te sentirás después mejor sea cual sea el resultado, como si vas a clase en el último momento, venciendo a la desgana, que luego pensarás incluso que eres un héroe, que eres mejor persona.

En Castalia cuando llueve puedes cambiar de asiento y refugiarte en una zona cubierta. Es una de esas cosas que dan sentido a la tradición, donde la costumbre borra la ley. Nunca he visto a nadie quejarse por ello y si alguien se queja podremos decir old man yells at cloud, en plan meme, que viene perfecto.

El caso es que una tarde de lluvia en el estadio marcó mi adolescencia. Marcó para siempre mi relación con el fútbol y con mi equipo. Es una pesadilla recurrente, la cuento mucho, hoy aquí otra vez. El Castellón tenía un equipazo y si ganaba se ponía líder. El rival era el Alzira, que era colista. El Castellón marcó en el primer minuto. Éramos jóvenes y guays y no teníamos que trabajar, nada podía ir mal, no se podía molar más. El Castellón subiría seguro, el futuro nos pertenecía y pronto perderíamos la virginidad, de paso. Lucía un sol impecable, lucía un sol de justicia, un sol perfecto, pero de alguna manera nos despistamos, algo debimos de hacer mal porque en la segunda parte se puso a llover con mala hostia, con truenos y rayos.

Nos refugiamos en un fondo, en la grada baja: descubrí que necesitaba gafas, no veía nada. Nos empató el Alzira a poco del final: descubrí que lo del ascenso iba a ser más difícil que lo de la virginidad, y de hecho así fue. Nos ganó el Alzira de penalti en el descuento: descubrí que el fútbol te podía poner enfermo. Sentí cómo la humedad y la enfermedad calaban por todo mi cuerpo, sentí que mi casa estaba lejísimos en ese momento. El lunes no fui al instituto, por supuesto. El Castellón no levantó cabeza, por supuesto. No he vuelto a estar tranquilo en ningún partido hasta el pitido final, por supuesto. Y quizá ahí se enquistó en mí el miedo a una catástrofe que me acompaña ahora cuando voy al campo siempre, andando o en coche, un temor afilado e infecto.