Montgomery, 1962; los gobernadores de Alabama, Tennessee y Georgia, tres blancos sexagenarios de panza fláccida y nalgas laxas inherentes a gobernadores racistas, entrelazados por una amistad que se elevaba por encima de los cargos, departían frente a una pitanza de marisco a costa del erario público norteamericano en un pretencioso restaurante de Montgomery en el que impedía el acceso a comensales negros, pero en el que no eran ajenos los camareros de ese color.

Se percibían condescendientes porque antes de la ingesta del coñac, o del bourbon (dos a uno), incluso agradecían alguna retirada de platos a cualquier descendiente de esclavos africanos raptados a sus tribus senegalesas a principios del XIX, cuando el país más glorioso de la Tierra necesitaba braceros altruistas que no tuvieran consciencia de que la libertad era algo adjudicable solo a los demás.

Tras los espirituosos devinieron las filosofías. El anfitrión predicaba las inmanencias de la Ley, de lo que estaba escrito, de que ellos no discriminaban a sus semejantes, lo hacía la Ley. Y bajo ese credo fortalecían sus convicciones. Afuera, donde se situaban los baños (chamizos) para negros, más que llover, rejoneaba. Qué importaba que aquellos africanos insertados no pudieran mear a cubierto; se había comprobado que la lluvia no los desteñía ¿dónde radicaba pues el conflicto de su segregación?

El georgiano admitía que lo divertía comprobar la sumisión de aquellos seres inferiores sometidos por las normas que los impedían entremezclarse con aquella nueva versión aria que se propugnaba desde el reducto espiritual sureño de los Estados Unidos.

El tercero, oriundo de Menphis, llevaba aún más lejos el supremacismo blanco y cuando avanzada la sobremesa el habla desembocó en farfulla, abogó incluso por asesinar a agitadores como Martin Luther o Malcom X que exasperaban a los negros y les infundían delirios de una libertad que las leyes les negaban hasta la eternidad del planeta, sin posibilidad de enmiendas, porque eran eso, coño, leyes.

Y así ramoneaban, convictos de sus dioses y sus decretos, secundados mayoritariamente por una población idiotizada sobre la superioridad de las epidermis blancas respecto a las pieles del color de los agujeros. Solo hace 50 años que asesinaron a Martin por el mero hecho de ser negro, 75 que una aristocracia aria se sintió prevalente y provocó 70 millones de muertos. Todavía hoy y pese a los múltiples antecedentes en materia de matanzas, demasiados servidores de las castas superiores siguen propugnando imponerse sobre el aledaño solo porque las leyes, a menudo añejas, desvinculadas de la evolución y legisladas, e interpretadas, a capricho de las élites, así lo determinan. La desmemoria reduccionista del ser humano medrando sobre el igualitarismo.

Ayer mismo, se desveló que Casado, Rivera y Abascal comieron juntos en un restaurante de Madrid, pese a las reticencias afectadas, y baldías, del segundo que exigió secretismo en el encuentro. Los nuevos tiempos les demandan que guarden siluetas alejadas de lo obeso y aunque a Rivera le aprieta la camisa, aguanta de más la respiración para que no le estallen los botones por si acaso tiene que volver a posar desnudo para reforzar su liderazgo. También se pretendían educados porque donaban la limosna de sus gracias al ecuatoriano intercalado en la media docena de camareros que los atendía. En esta ocasión la cuenta la satisfaría cada partido, convinieron, los votantes, en definitiva, a la vista de la financiación (legal) de los partidos proporcionada a los votos obtenidos.

-Tu cuenta, Santi, la pagan los iraníes en el exilio- chanceó Casado, fanfarrón como un constructor en 2007, mediado ya el primer gintonic.

Se mostraban ufanos, ansiosos, esquizofrénicos por aplicar el 155 a Cataluña cuando recobrasen la bastilla del poder que nunca debieron perder; incluso Casado, en uno de sus arrebatos esperpénticos y risibles propugnó por reinstaurar la esclavitud y donar a la Corona, como antaño (¡Viva el Rey!, vibró cuando lo proponía) la comisión por cada esclavo que traficaban los aristócratas españoles que se lucraron (y con ellos los Borbones), con el trasiego de negros entre África y América durante casi dos siglos.

Abascal introdujo la posibilidad de hermanarse con el KKK para incendiar Cataluña y repoblarla con hombres buenos que supiesen tararear el himno de España y que no gastaran bromas a propósito del tono lechoso del culo del Generalísimo.

Rivera replicó que no, pero que sí, que él ya vería, que estaban a todas, o a ninguna, que romper España, que España romper, que si los cien mil hijos de los populistas, que si la Santa Inquisición, o la Compaña, que no recordaba si había leído a Kant.

Como epílogo y a falta de letra del himno de su patria con el que exteriorizar su cogorza, Abascal los convenció para ir a un karaoke cercano y entonar el Cara al Sol.

He visto recientemente Green Book, una maravilla cinematográfica que coprotagoniza un Viggo Mortensen, tan obeso en la película como un gobernador sureño y tan magistral como James Stewart; una road movie que, incluso siendo previsible en su desarrollo y desenlace, acabó por recordarme que soy capaz de emocionarme con lo espontáneo de algunas historias personales con una carga ventricular repleta de matices y de soledades. Y yo, que ya me tenía por basáltico de corazón porque el despliegue mediático-circense de los niños Gabriel y Julen no había sido capaz de extirparme una sola lágrima, me vi con los ojos licuados y me reconcilié con mi yo afectivo. En ese momento me supe recuperado para votar, pese a mi reluctancia a la democracia representativa, a cualquiera situado en las antípodas de gobernadores que hubieran asestado el artículo 155'155155 (periódico mixto) a perpetuidad en Cataluña y de triunviratos de prosa inflamada y reiterativa, vacua y resentida, que continuarían prohibiendo el paso a los restaurantes para blancos a los apestosos negros.

Ahora, 53 años después de la marcha de Selma, después de que dos policías, como el 1-O de 2017, argumentaran que los negros les habían provocado rasguños que necesitaron de tiritas, los EEUU han aceptado, mayoritariamente, que los afroamericanos deben tener los mismos derechos que los sajones, que aquellas leyes solo eran caprichosas, volitivas, redactadas por hombres y no por dioses, aunque sigan habiendo descendientes de aquellos tres gobernadores que mantienen la inferioridad social de los oscuros.

Sigue siendo, pese a todos los intentos mesetarios de domesticación del pensamiento, una atrocidad, a la par judicial que ética, que una docena o por ahí de políticos catalanes no solo permanezcan en la cárcel, sino que sean juzgados solo por haber conminado a los suyos a manifestar su evolución ideológica territorial con el mismo método que la tricefalia oligárquica española pretende desalojar a Sánchez de la Moncloa: las urnas. Con un añadido de pacifismo en el caso catalán.

Apelarán los actuales gobernadores alabameños, georgianos y tennessianos del reino de España a la Constitución, a los valores, a la serenísima unidad de la patria para impedir que los negros de Cataluña atraviesen el puente de Selma y se instalen en la otra ribera, escogida de su propia libertad. Si son suficientes, siempre bajo esa premisa incontestable de si son suficientes quienes exigen un nuevo orden territorial y para eso necesitan recontarse en paz, como pretenden. Por encima de leyes y de imperios heredados, porque unas y otros, al igual que la corteza terrestre se mueven pese a que los represores intenten, infructuosamente, detener el avance tectónico de África para que no se acabe encastrando sobre Europa y se geste un nuevo Himalaya en el embate.